RtitJPCDNES CHUPO EDITOR
W DARÍO AMARAL (Rocha. 1974). Estudió literatura
en el I.P.A. y es Docente de Educación Primaría.
Participó en talleres, seminarios y concursos
literarios obteniendo, en estos últimos, diversas
distinciones en categoría cuento y poesía: 1991.1°
premio concurso de poesía en el liceo en que cursa:
1994.1° premio concurso 'Jornadas Carolinas" de
la ciudad de San Carlos; 2002. I o mención concurso
literario “Me siento Róchense" organizado por el
Colegio San José de Rocha; 2003,1° premio concur¬
so de poesía del Instituto de Formación Docente en
que cursa; 2014,1° mención "Concurso Internacio¬
nal Club de Leones de Rocha" en la categoría
ciencia ficción: 2014. 2 mención y publicación
antológica "Concurso de Cuentos Felisberto
Hernández" organizado por el Municipio de Rocha;
2014. premio y publicación antológica Concurso
Editorial l°de Mayo de Montevideo; 2016. Finalista
del II Certamen Literario Internacional de la
Fundación Somos: 2017. Finalista Concurso Español
de Micropoemas "Primavera de Sueños"; Finalista
Certamen de Poesía de San Isidro Labrador en
España; Finalista y publicación antológica I Concur¬
so Literario “Lluvia de Versos", publicado en
España
Se ha involucrado con la prensa escrita, televisiva y
radial abordando temas de corte cultural,
fundamentalmente referidos a literatura y cine. Sus
cuentos y poemas han sido publicados en antologías
en formato papel y digital a nivel nacional e interna¬
cional. Reside alternadamente entre el balneario La
Paloma y la ciudad de Rocha, ejerciendo la
docencia en una escuela de educación especial.
El estampillo de la
entraña oriental
El estampillo de la
entraña oriental
W. DARÍO AMARAL
El estampido de la entraña oriental
W. Darío Amaral
Primera edición en Irrupciones: Noviembre 2018
© W. Darío Amaral, 2018
© Irrupciones Grupo Editor, 2018
Montevideo-Uruguay
irrupciones@irrupciones.com
ISBN 978-9974-722-29-3
Para María Clara Amaral, mi ventura y aventura.
Donde saltó la vida y luego nada
echó a rodar, y luego nada; queda...
un portón viejo en el vacío, algo
como un andén cubierto por la arena;
queda por siempre el hueco
que deja un estampido por el bosque.
Rafael Guillén
Toco entraña para iniciar el cántico.
Clara Janés
Prólogo
El presente volumen se compone de 34 textos, (que podrían resistir a la
clasificación de prosas poéticas o poesía narrativa), confeccionados durante
el lapso aproximado de tres años; si bien todos poseen un carácter eclécti¬
co y variopinto en cuanto a sus temáticas al menos cinco de ellos refieren,
desde un trasfondo ficcional, al Uruguay en cuanto cultura (idiosincrasia,
costumbres y tradiciones reconocibles, aunque también a falencias inheren¬
tes a la condición humana que nos pueden llegar a incumbir desde la no
menor circunstancia de que han sido confeccionados por un compatriota: yo
mismo). No están ausentes las referencias a autores y obras nacionales como
también los denominados “clásicos universales” no sólo de la Literatura sino
también de la Filosofía (como Sartre, Kant, Soren, Kierkegaard, Heidegger,
Camus, Joyce, Proust, Hesse, Bolaño, Hemingway, Reinaldo Arenas, Lezama
Lima y Onetti entre otros), circunstancia que lo aproxima en algún punto
también al ensayo. El libro explícita además las inquietudes existenciales y
metafísicas (“Avant-premiere: dios a flor de agua turbia”), así como también
el interés por los asuntos filantrópicos y ambientales encarados desde una
ética que aboga por el derecho de la convivencia pacífica y sustentable del
hombre con el hombre y la naturaleza (tal el caso de “La voluntad de las
ojivas de sangre”). Por su parte, textos como “El perol de las lenguas bece¬
rras”, “Plaza sitiada al 1400”, “En Shikoku la hojarasca ligera” o “Caronte/
Hades” se perfilan por su estilo, forma y contenido(su superestructura), hacia
una esfera marcadamente poética aunque no poseen versificación. Textos
como “Jhonny Melgarejo y el viejo carcelero” o “La sombra” evidencian
una estructura más llana y lineal que los acerca al típico cuento tradicional;
aunque hay que precisar que si bien textos como “Los gatos huérfanos o una
temporada de fe”, “Lo que se dice casi un acto poético” o “El estampido de
la entraña oriental”, albergan una particularidad semejante a los citados en
un principio, sus tramas difieren en cuanto que inquieren en acontecimien¬
tos históricos “desafortunados” acaecidos por estas márgenes (los eventos
de Salsipuedes durante el gobierno de Rivera y las dictaduras militares en
América Latina). Este marco sólo puede facultar o predisponer a quien se
digne a ingresar en su lectura a una sensibilidad especial, particular y propia
que, de alguna manera entraña por igual en virtudes como en miserias que
nos constituyen como seres humanos determinados social y culturalmente
con un denominador común histórico y sensible; estas prosas son factibles
de generar lo que he dado en denominar, a falta de otro adjetivo más altiso¬
nante para un oriental, de “estampido”, no tanto por su soslayado realismo
como por su visceral cuando no cruenta invención en la que se enmarcan sus
textos. Acaso este sea el más oportuno justificativo para un título semejante.
Si de pronto me apresurasen a otorgarle al lector distraído una posible re¬
tí ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
11
ferencia literaria que tuviese que ver con la inspiración y elaboración de El
Estampido de la Entraña Oriental como registro de escritura, se me ocurre
audaz e indefectiblemente pensar, en cuanto a predilección y aspiración in¬
comparable a un libro ejemplar: La Universidad Desconocida de Roberto
Bolaño sobre cuyo fundamento, por otra parte, Bolado declaró poco antes
de abandonar este mundo: “creo que en la formación de todo escritor hay
una universidad desconocida que guía sus pasos, la cual, evidentemente, no
tiene sede fija, es una universidad móvil, pero común a todos...”. Por lo que
la exégesis de Bolaño incumbe y abarca también al proceso creativo de textos
como los aquí reunidos puesto que desde su génesis hasta su cierre siempre
inacabado, como señalaba Borges, sólo puede justificarse y adquirir verdade¬
ra razón de ser en ese intercambio significativo con un lector que por sobre
todo resultará, o tenderá a ser, único e ideal. Este libro presenta además al¬
gunas marcas particulares como un texto complementado con ilustraciones
propias resultantes de la lectura de Dave Eggers (así la prosa inicial “Acerca
de rampas, escalones y otras escalerillas hasta el cielo”); textos con una es¬
tructura argumental “circular” en que la dimensión tempo-espacial se diluye
hasta confundirse en un espiral alucinatorio (el texto titulado “Taumatro-
po”); o marcas distintivas como el transcurso de la hora de un reloj que
parece decidir sobre el desenlace de la historia referida (así “El que aguarda
un tren en un andén a medianoche”), e incluso cupo un espacio más para un
ensayo de emulación al iluminado vate Nicanor Parra recurriendo, como él
hubiese optado, a la ironía, siempre ducha en descubrir cómplices a la vuelta
de un recodo (el texto es “Supersticiones del nuevo poeta mald(h)ito y un
silogismo postumo que no hacía falta”).
La palabra “entraña” es polisémica, posee algo así como cinco o más
significados, todos ellos aluden a lo íntimo, a lo esencial y a lo oculto, a
aquello que existe en lo interior como una viscera humana dotada de vida
palpitante. Este libro fue desde su gestación, desde esa dialéctica de la sole¬
dad que adquiere sentido en la comunión con sus pares (orientales en nuestro
caso), a la que refiere Octavio Paz en su pequeño y descomunal Laberinto de
la Soledad, un libro escrito con afecto y orgullo, con saña y dolor, pero nun¬
ca con indiferencia, pues soy de aquellos que prefieren equivocarse por su
cuenta a tener razón por consigna. Ahora, que el “estampido” de esa entraña
nazca por decantación ya es asunto concerniente a cada uno de ustedes, en
cambio, proseguirá siendo personal esa búsqueda esperanzada de lectores
ideales que profeso por la circunstancial certeza de que estén, ahora, aquí...
El autor
Montevideo, 2018.
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| W. Darío Amaral |
ACERCA DE RAMPAS, ESCALONES Y OTRAS
ESCALERILLAS HASTA EL CIELO
La misma tribulación, el mismo sueño recurrente durante
cada semana de la temporada en el dominio de aquel cuarto de
mala muerte atestado de insectos, sobre el desvencijado catre en
el hostal de la costanera sur del balneario, desde cuya ventana
veía cada mañana abrirse el mar. En un comienzo el prodigio
consistió en el surgimiento y resurgimiento de un prominente
peldaño que acabó por constituirse, en su ascenso, en una relu¬
ciente rampa que asomaba de entre la espuma del oleaje como un
plateado monolito, un iceberg de piedra sobresaliendo moteado
por verduscas algas. Luego se presentaron los macizos peldaños
de una simétrica y curiosa escalinata semejante a los concluyentes
vestigios de un edificio en ruinas de Chernobil u otra construc¬
ción bombardeada en Kuwait, pero que más firmemente parecía
rememorar los vestigios sumergidos de alguna milenaria ciudad,
más allá de las columnas de Hércules, tal vez Atlántida. Para el
atardecer la marea del Atlántico orilló desde la lontananza una
musgosa madera desprendida tal vez del casco de algún vetusto
navio de pesca durante alguna tempestad, la encalló entre las ro¬
cas y la bruma marina. Se trataba en realidad de una escalerilla
de las de maniobrabilidad cotidiana u otros menesteres que bo¬
yaba como un liviano cadáver despintado y a la deriva. Las tres
estructuras anochecieron, (o amanecieron), un poco empetrola-
das y también recubiertas de liqúenes en las aguas turbias de una
vigilia sin par, hasta encallar sin preámbulo en la orilla tapizada
de caracolas de una inquietante ensoñación de la que, hasta hoy,
no he conseguido recuperarme.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
13
Cada jornada en la que, al igual que sombras malditas,
o mejor dicho, al igual que tres auténticos esperpentos inani¬
mados y horrendos, se presentan las mismas imágines disími¬
les bajo forma de rampa, escalinata y escalerilla, empapadas
en salinidad, no atino más que a presagiar noticias infaustas
para mí porvenir. No tanto por su naturaleza como por la
recurrencia o asiduidad con la que impostergablemente apa¬
recen únicamente ante mi vulnerable ser. En el año del Señor
de 2017 la prístina revelación me alcanzó recién para el gélido
invierno. La rampa ya había sido cubierta en su totalidad por
la marea y cabía la posibilidad de que se hubiese hundido en el
lecho marino; la escalinata debió despedazarla los envistes del
oleaje o bien el metalizado casco de algún buque extranjero
en la cerrada noche; en cuanto a la escalerilla, me consta sin
aprensión, fue rescatada por mi vecino el pintor, compuesta y
pintada hasta acabar auxiliando en su funciones como parte
de un utensilio más.
En ocasiones cuando la veo recostada en la pared lateral
de su cabaña me embargan irrefrenables impulsos de arreba¬
társela sin que este sospeche nada. Tenerla bien a mi alcance
para destrozarla con el filo de un hacha y tocarle lumbre para
14
| W. Darío Amaral |
que, en esa especie de acto de exorcismo, caliente en algo esta
habitación, mi cuerpo y mi alma.
Y es que esa infausta escalerilla tiende, desde su impen¬
sable surgimiento marino, a comportarse como un mismísimo
oráculo que todo lo sabe y antecede por más malo que ello
sea. Como tal se comporta y luce. Y resulta que, si lo medito
un instante, con sólo ver su contextura o estructura de ascen¬
sión decreciente, si lo deduzco con exactitud matemática, no
hace otra cosa más insana que evidenciarme, en una soberbia
metáfora metafísica, que a medida que trepo su imprecisa per¬
pendicularidad y me aproximo paso a paso en altitud al cielo
esta comienza a estrecharse. Es decir, guardo la certeza lógica
de que, si la prolongase hasta más no poder, esta cerraría su
angulosidad al extremo de no dejar ingresar al cielo a ningún
ser superior en tamaño a una miera. En tanto el cielo se cubre
de nubarrones, desde el desvencijado catre razono viendo a la
escalerilla arder que, aplicando el mismo principio, pero en un
inminente descenso, la maldita no hace otra cosa más dantesca
que ensancharse concediendo un espacioso acceso),plausible
de abarcar a todo el universo.
Apenas amanezca, arrojaré sus malévolas cenizas a las
espumosas lenguas del mar para que la deglutan en irrevoca¬
ble señal de contrición.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
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LA VOLUNTAD DE LAS OJIVAS DE SANGRE
El hombre es un lobo para el hombre
Thomas Hobbes
Antaño, época de corruptible memoria, la “paideia” he¬
lénica ponderó además la filantropía. Las Cruzadas y la Santa
Inquisición ponderaron con severidad la suya. Hasta, en pos
de la ecuanimidad, se irguió una vacante para el genocidio, la
esclavitud, las dictaduras, el racismo, el parricidio, la homo-
fobia, el infanticidio y la pederastía inherente. Cupo oportu¬
nidad incluso, y sobrada voluntad, para arrasar con la fron¬
dosidad silvestre y sus míseros ocupantes en pie, todos y cada
uno a priori minuciosamente confiscados. Nuestra temporada
puja sin cesar, ( y sin ningún” César”, lo que no es igual),
por pulimentadas, rellenas y cromáticas ojivas guarecidas con
el celo de la existencia misma para la que fueron concebidas
menguar o arrebatar sin más. Sin dioses o con un parvada
abúlica de ellos, somos nuestros propios dioses, nuestros pro¬
pios fiscales, jueces e imperecederamente nuestros verdugos.
Se renegará de aquella imagen devuelta por la luna de nuestro
propio espejo, proclama el sacro mandamiento, pues estamos
hechos a nuestra propia imagen, una Weltanschauung light,
hedónica, huérfana de humanidad... Aborrecerás de tu espíri¬
tu y de todo aquel que se ocupe en salvaguardar el de su próji¬
mo. Ante todo, no dejes de odiar a quien te llagase a amar, que
si te odia pasará a llamarte “hermano mío”. No impliques, de
ninguna manera, los asuntos existencialistas de Soren, Kier-
kegaard, Heidegger, Sartre, Camus... que aunque alguna vez
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
17
orientaron al pensamiento filosófico podrían comprometerte
y marginarte en buena medida; lo mismo es aplicable respecto
a la lectura del Ulises de Joyce, En Busca del Tiempo Perdido
de Proust y todas las novelas de Hermann Hesse que abogan
por la superación humana.
Mejor tima, saquea, viola, troza, arremete, incendia,
aplasta y defeca cada brote, pimpollo y perfecta flor que se te
atraviese en tu peregrinación. Sofrena y posterga en lo factible
el asesinato instantáneo, pues semejante arrebato claudica la
meritoria complacencia. Empero, da salida a la piedad, a la
justicia, la verdad, la moral y a cualquier símil de lo que pue¬
da ser concebido como una etérea manifestación moral. Por¬
que, mortal o inmortal, no descubrirás otra exégesis, ni más
axiomático repliegue que el de la voluntad de aquellas ojivas
de sangre asolando hasta el firmamento, la lluvia y su arco
iris, asolando los restos de los restos, asolándonos sin pizca
de piedad, asolando a dios y al mismo diablo fusionados, aso¬
lándolo, como ojiva, todo y a cada una de sus partes. Ergo:
“Esta alma, (y las familiares a ella), está llena de sombras, y
allí se comete el pecado. El culpable, (empero), no es quien ha
cometido el pecado, sino aquél que ha hecho la sombra” alega
el León de Besanzón.
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| W. Darío Amaral |
EL QUE AGUARDA UN TREN EN UN ANDÉN
A MEDIANOCHE
Mientras tus versos se pudren, dijo la voz
a las doce de la noche...
R. Bolaño
11:52— Apenas algunas prendas de ropa mal lavadas,
pues no he de calzarme más,
se apelmazan en mi maleta como apolillados harapos
bajo el mamotreto de folios redactados y otros más bo¬
rroneados,
arrancados orgánicos de manera pretenciosa, cuales li¬
rios o yerbas perennes;
arrancados de cuajo, (como un alumbramiento no vatici¬
nado, ni deseado en realidad),
de la ignominia de la desazón y el espanto, de la imperio¬
sa necesidad de la búsqueda de otro refugio, de otra retórica,
de otro esquema circundante ¿qué por qué los cargo conmigo?
no lo sé a ciencia cierta, pero son mi entera responsabilidad
más allá de su carácter y absurda naturaleza; en tanto avanzo
cuesta abajo, sin portar un arma, pero con el sigilo del traidor
o del lumpen que deserta atravesando también la bruma y la
penumbra que sin duda son, en esta bifurcación temporal y
por este páramo, su única redención, su cómplice “partisano”
y su bálsamo...y que le consta fenecerá en la más impropia
glaucoma; revive pues en mí, como una pulsión de un Eros
irredento, el impulso de hacer una o dos llamadas telefóni¬
cas ¿pero dirigidas a quiénes? ¿al Sumo Pontífice mientras es
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
19
duchado por sus súbditos en el Vaticano? ¿al casero que he
timado con mil patrañas irrisorias durante meses? ¿telefonear
a la casa con jardín en la que crecí y en la que no volveré a ver
a mi pobre madre aguardar a mi padre borracho? ¿telefonear
a la hermosa y tímida meretriz apenas mayor que mi hija y
respecto de la que no consigo saber a ciencia cierta si me dejó
de llamar o la dejé yo de hacerlo?...da lo mismo, el daño no
se supera por ello. Lo cierto es que lo he postergado y además
abandonado sin excesivo remordimiento.
Hubo una vez en que me paralicé en la contemplación de
la profundidad abismal de los ojos de Camus y Hemingway
estampados en una postal navideña que alguien me envió des¬
de Ginebra, en ellos descubrí, por vez primera, un atisbo de la
humanidad apabullante que no redimió a ninguno de los dos,
desde entonces evito, al igual que Borges, la cercanía peligrosa
de toda luna sólida o líquida de espejo...
12:01— Arribo a la antigua estación con el espinazo y el
cráneo resquebrajados de sostenerme, arribo sin que me im¬
porte un bledo el haberme mantenido en pie pese al lastre
muerto sobre mis hombres, arraigado aunque zigzagueante
como un chal—chal ribereño, al cabo de cuatro décadas de
encandilamientos, de sórdidos monitores y pantallas líquidas
desbordadas de psicodélica, panfletaria basura, de rotundos
estéreos sin cadencia alguna en torno a mundanales con¬
gregaciones que aún no conciban el sentido de sus acciones
conjuntas ni ante qué dios acuclillarse o apostar por lo que
no poseen...móviles, drones satelitales, mascotas artificiales,
tratamientos faciales y psíquicos, indumentarias cubiertas de
lentejuelas violáceas... fornicaciones y orgías coyunturales,
suicidios sectarios, infanticidios auspiciosos y sustanciosas
desfloraciones; jardines de dalias, todas ellas siliconadas con
pétalos de botox y hojas de vinilo fosforescentes...
20
| W. Darío Amaral |
Si poseyera al menos la certeza precisa y oportuna de
que no perduraría bajo ninguna otra modalidad vital ni esen¬
cia tangible, antes del ocaso bien me hubiese dejado abatir,
avasallar cobardemente para desaparecer así entre los escom¬
bros de semejante Gomorra, me escabulliría en la noche como
el sedicioso “cagatintas” que nunca he sido pero al que siem¬
pre he pretendido invocar.
12:09— Resplandor, penumbra... Alternadamente los re¬
lámpagos de la tormenta de temporada refulgen delatando a
los preñados nubarrones purpúreos que poco tardan en esta¬
llar y vomitar un lastre de lágrimas sobre las musgosas tejas
de la antigua estación; la luz del neón que humea moteada de
insectos parece acentuarla más aún, al igual que esta espera
cojonuda.
Se descongestionan las nubes y las gotas ácidas se preci¬
pitan, estallan como bolsas que dan en el concreto y el agua se
escurre, se desbanda enérgica hasta inundar los sesgos de estas
cicatrices que, aunque reniegan de su existencia, exponencial¬
mente aparecieron allí, prevalecen desde las mismas nubes que
custodiaron a arcaicas genealogías de seres que nada poseían
que los familiarizase con un hombre.
12:13— De pronto surge de entre las sombras una loco¬
motora, repta con parsimonia sobre los rieles al igual que un
sonoro leviatán humeante y motorizado, arrastrando un apén¬
dice interminable de aún más oscuros vagones, todos y cada
uno de ellos abarrotados de difusas o distorsionadas siluetas
hieráticas, inconmovibles como cadáveres vivientes arrella¬
nados en su interior; portando cada uno, junto su probable
espíritu, una sobria maleta de las que tampoco se me hace
inverosímil calcular o suponer el contenido que resguarda.
El interior del metalizado transporte se encuentra inva-
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
21
dido por una siniestra niebla que recorta al pasaje trastocán¬
doles en distorsionadas figuras, asimismo presiento que tras
ser engullidos vivos en este ámbito no puede persistir ardid
más eficiente que el de transfigurar la totalidad del desfile de
rostros famélicos, inciertos, putrefactos y algún que otro fosi¬
lizado, invocando la imagen de abatidas, resignadas calaveras
que alguna vez respiraron provistos de pulmones, carne, arte¬
rias, visceras, masa encefálica, penes, himen, vaginas, orines,
excremento, saliva ,sangre y tal vez corazón... así como las
veo a todas ahora no parecen ser más que sombras supinas
recortadas aguardando lo imprevisible, sea lo que ello sea.
12:21— “¡Arriben señoras y señores!...” ruge la carras¬
posa voz de un oficial que nadie puede, ni estaría a darse,
descubrir desde un andén de medianoche; empero ninguno de
estos pasajeros, en sus insanos tuétanos de corruptas o co¬
rrompibles almas, atinarían a invocar una imagen diferente
al mismísimo barquero Caronte, infernal comisionista de vo¬
cación.
Arribo y me arrellano al fondo, en el único asiento dis¬
ponible
que bien pareciese aguardarme reservado ya desde una
eternidad que angustia...
12:24— Avanzamos un trecho escabroso hasta despedir
la luz y comenzar a ser ceñidos, inmovilizados por la densidad
de la niebla que efectivamente huele a humo rancio o mejor
a crematorio; afuera, más allá de la negrura zigzagueante de
una noche sin fondo,
avanzamos e iniciamos entonces el descenso.
Aquí me ves ahora, sin disimular el hecho de no haber
conseguido aguardar una nave distinta a esta y entonces todo
cobrará un sentido y un significado más justo que noble en
22
| W. Darío Amaral |
donde antes parecía no existir más que miseria y vulgaridad...
Y aquí me tienes, el lumpen cagatintas que declina tré¬
mulo aunque resuelto por entre los riscos escarpados de in¬
conmensurables cordilleras que humean, de vaporosas som¬
bras de inconcebibles ruinas, todas y cada una escarlatas y
moteadas por musgos idénticos a cabelleras recién acabadas
de escalpar... (acotación: a cortos metros del destino mis sen¬
tidos fueron turbados tras un descubrimiento imposible: el
panorama de hastío y ruina no conseguía opacar, desde el filo
de la hendidura de una piedra desgastada, el solitario destello
de vida despedido por
una begonia blanca semejante a un querubín entre las
flamas me complugo el hecho de que se encontrase lejos de
nuestro alcance).
Este es mi último tramo, prólogo a mi último hálito, im¬
pertérrito bajo ya sin pasaje de retorno; amiguitos lean estas
líneas que serán, más que bien, mi postrera lamentación,
mi última imprecación en nombre de los que acompaño y
de los que también he abandonado sin misericordia ni pésame.
Desciendo sólido...
Al fin y al cabo la Terminal a la que ya casi arribamos
aguardó por nosotros
desde antes, o incluso posterior, de nuestra procreación,
(da lo mismo),porque, a decir verdad y para hablar sin rodeos,
ahora retornamos sin más albur a nuestro hogar.
Que las palabras nos condenen y dobleguen, como hasta
ahora, sin piedad, siempre; que no sea otra nuestra cruz.
Bienvenidos, como puedo despacho mi ser...y la pila de
folios, por el momento, descansa en la maleta junto a mis su¬
dados pies
por mí.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
23
EL JARDÍN DE LA CIUDAD MUDABLE
Todas las casas, edificios, las calles, las plazas, los vehí¬
culos y hasta los transeúntes son de súbito distintos, se han
tergiversado, mutado de un parpadeo a otro como en el flash
back de un film de Tarantino o de Burton. Y como en una
de Burton únicamente un humilde jardín se ha resistido, in¬
transigente, a esta circunstancia mudable en la ciudad. Las
begonias, geranios, narcisos, dalias, rosas, violetas y fritilarias
trasplantadas del bosque rebosan tras un cerco de madera pin¬
tado en blanco por alguien que no he podido ser yo. Tampoco
yo he comprendido la escena con sincronización sino hasta el
atardecer en que mi hija Clara se atrevió a arrancar algunas de
aquellas flores, componer rápidamente un ramo y, sonriendo,
cedérmelo al igual que una ofrenda.
Ahora no sé cuando sueño ni cuando estoy despierto.
En cualquiera de los dos orbes indefinidos me desplazo con
soltura, pero únicamente ante el jardín y viendo, reiterada¬
mente, cómo mi hija me regala cada día un aromático ramo,
soy inmensamente feliz.
Tampoco sé, (o tal vez sí lo sepa), lo que signifique, pero
a cada año transcurrido, y en tanto Clara deja de ser una sim¬
ple chiquilla, el jardín comienza a perder sus flores que se mar¬
chitan antes de tiempo.
—¿Hoy no hay flores para mí?
—No papá, casi no queda ninguna que no se esté mar¬
chitando.
—Sí, ya lo veo...
Supongo que debería despreocuparme por lo inevitable.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
25
Clara me besa la mejilla, palmea mi hombro y se despide
de prisa hasta alcanzar al joven que la aguarda sonriente. Am¬
bos se alejan caminando, tomados de la mano...
Yo, sin saber aún si sigo soñando o alucino, me arriesgo
a traspasar el cerco de madera y me siento sobre la hojaras¬
ca que se resquebraja con mi peso. Allí me instalo, estático,
apretando entre las yemas de mis dedos un amasijo de pétalos
mustios y malolientes. En mi puño cabe, sin vacilación, toda
mi existencia. Y entonces la lluvia comienza a desprenderse
de las nubes rasgando los pocos pétalos vivos de las flores del
jardín en agonía e inundándome la mirada que percibo por
igual de distante y ajena a la que en el antaño poseía.
26
| W. Darío Amaral |
AQUÍ (SOBRE)VIVIÓ TAMBIÉN
OTRO REINALDO ARENAS
“Tu y yo estamos condenados” advierte con cadencia de
gong Maciel Reyes y escruta de paso una página de algunos
de los volúmenes (posiblemente El palacio de las blanquísimas
mofetas ), de Reinaldo Arenas; lo hace de pie y abstraído ante
el robusto lustre del anaquel de una librería en Ciudad Vieja.
Allí lo encontré una mañana sin rastrearle y porque ade¬
más me guarecía de la lluvia torrencial que se descolgaba so¬
bre la capital. La vida es, a fin de cuentas, una encrucijada
inesperada de atajos y ladeos y Maciel al igual que Arenas re¬
sultaron ser, aunque en épocas, países y sistemas de gobierno
asimétricos, maricas mayúsculos, de grandilocuentes almas y
dotados de cuanta nobleza pueda dotarse a la mismidad.
Lanzados subrepticiamente como cantos rodados (así los
concebía), al desdén de un río contaminado, revuelto, en el
que la desolación, el prejuicio y la incomprensión boyaban
como mierda que embadurna lo que roza de escarnio y de
puro ostracismo que como el fascismo, racismo y todos los
restantes “ismos” desangran y ciñen al corazón que, al igual
que un candado abierto, oxidado y al rojo vivo, se concibe
aún más vulnerable bajo la menguante luz lunar.
A ambos, sus respectivas patrias, no supieron abrirles
una senda ajena a la decepción, la desolación y la desespe¬
ranza. En su lugar les despojaron de casi todo, o al menos de
aquello que la somera existencia impele en la concreción del
sosiego, la ventura, la armonía, y la esencial creación artística
bajo un sol de sutilezas y certidumbres que no acertaron con
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
27
su horma en ninguna parte: tampoco en plazas libres, parques
libres, ramblas libres, teatros libres, bibliotecas libres...
Pese a ello, he conseguido ser testigo de que puede pi¬
llárseles en gestos de imbatibles colosos que, cuando menos
lo prevés, se yerguen, una tarde de primavera; elevados como
alcázares soberbios, de gruesos muros en los que germinan
florecillas rosáceas que albergan bandadas enteras de golon¬
drinas que huyen de las urbes para planear sobre sus cabezas
como coronas áureas para luego cubrirlos de nidos. Al mis¬
mo tiempo creo haberlos divisado otras oportunidades como
buques acorazados con un calado tal, e impenetrables ante
lacerantes tempestades, que no se concibe hondura, planicie,
ni puerto que los albergue así nada más...
Maciel y Arenas, dos caras en una moneda de oro labra¬
do; dos tórtolas blancas oscilando bajo los esbirros, dos saetas
disparadas a la vastedad del monzón de un atardecer ;entre
Aguas Claras y Holguín, a codos del Puerto de Montevideo.
Arribé a Maciel Reyes como a una melódica rapsodia,
en una tertulia literaria, en el recodo de un café citadino; se le
veía orgulloso, como un “Vesubio”, de su mención literaria,
así como el guajiro Arenas con su “Celestino” en la revolucio¬
naria cuba de Castro.
Me le aproximo y congratulo su triunfo estrechándole la
mano, expele entonces su homilía profana; platica con ton y
son sobre la dicha y la ignominia que le ha significado no des¬
airar sus principios, su esencia humana-poética al igual que su
incuestionable honestidad intelectual.
Me narra de Lorca, de Pessoa, de Lezama, y también de
Arenas, todos homosexuales, todos grandilocuentes, gentiles e
imperecederos, como él mismo; como él marcados y sufridos
por su inherente condición.
Al final cobra coraje de donde parecía no existir y, en el
estrépito lúcido de un trueno que arremete contra los cristales
28
| W. Darío Amaral |
de la librería en Ciudad Vieja, Maciel me eleva, no sin pudor,
una invitación a su hogar. Y si la he aprobado es por que re¬
conozco en él, antes que a un voraz sodomita, al más mortal
de los mortales que, aunque resigna su condición de gay a la
partícula corrosiva del escrutinio manifiesto, (y que justo a
él parece no mellarle), no resigna, ni claudica su desgarrada
humanidad de vate, la afabilidad de su ser, de filántropo per¬
seguidor de un “areté” onírico y homérico, la nebulosa dia¬
mantina y la preclara policromía de sueños truncos y no tan
truncos...
A los días me he adentrado, con cierta perplejidad, a
su casa que es también su cáucaso de alabastro, su “enceinte
splendeur” donde, pese al ensordecedor mundo exterior, pro¬
sigue siendo, quien es: él mismo, un prampológico artista.
—“Ponte cómodo, estás en tu casa, preparé un té caliente
con manzanilla y limón;
junto a ti está mi modesta biblioteca por si apeteces fisgar
algo.”
Le obedezco arrellanado en un confortable sillón de raí¬
do cuero
sesgado seguramente por el embiste de las zarpas de un
gato consentido que no diviso pero que adivino de su proxi¬
midad.
Maciel desaparece chancleteando en bermudas tras una
cortina de caracoles bamboleantes pendidos al igual que mi¬
núsculos babuinos en cien lianas.
“¿Y hace cuánto que te distrae esto de la escritura mi
amigo?” observa desde la recóndita cocina.
“Desde que poseo memoria creo” y no resisto tomar del
estante intermedio una primera edición de Prosas profanas de
Darío.
”¡Uy, pero qué bueno! Veo que has dado con uno de mis
favoritos. Es tuyo” dice sin más atravesando la manada de
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
29
babuinos con dos tazas humeantes con la impresión inconfun¬
dible de Marilyn Monroe en sus laterales cilindricos.
—Pues no sé qué decir. No nos conocemos tanto, me pa¬
recería un abuso aceptarlo así nada más.
—Pues esta es una buena excusa para entablar una gran
amistad. Que la pasión por los libros nos una aún más. Senci¬
llamente disfrútalo y no digas nada.
Me sirve la taza, se arrellana en una especie de canapé
entrecruzando las piernas y comienza a escrutarme con natu¬
ralidad mientras sorbo la manzanilla con un poco de recelo.
—Tu casa es pequeña aunque acogedora. Uno llega a
sentirse cómodo aquí, (miento), entre tanto libro, planta y re¬
tratos de poetas.
—¿Y entonces acerca de qué versa tu escritura mi letrado
aliado?
—Bueno esgrimo escaramuzas de versos y relatos sin ma¬
yor expectativa ni relevancia.
—¿Sin relevancia? Precisamente, cada componente de
una obra literaria es relevante para determinar su calidad. Me
gustaría leer al menos algo de toda esa maquinaria tuya que
llamas irrelevante; desde luego, si me lo permitieses. Podrían
serte de utilidad algunas apreciaciones de ávido lector que
compartiría contigo. ¿Qué te parece?
“Bueno, por pura casualidad aquí vengo, sin pretender
nada, con algunos textitos” y le cedo, ahora pudoroso, un fajo
de páginas.
“¡Ah, pero fantástico! Prometo leerlos luego y mañana
mismo te daré mi impresión acerca de ellos si te interesa”
toma los manuscritos y los acomoda en un estante junto a un
busto pequeño de Cervantes.
Sobreponiéndome a mi injustificado recelo me he anima¬
do, transcurridos unos días, a volver a visitarle para conocer
fundamentalmente su impresión acerca de mi trabajo.
30
| W. Darío Amaral |
Esta vez me ha recibido peinado, risueño y bien vestido.
Ha roto el letargo de un obeso gato persa echado en el sillón
para que me sentase. Me ha agasajado con un café impor¬
tado hecho en máquina y, tal como lo preveía, refutado con
severidad mi lánguida poesía. He aprobado absolutamente su
mecenazgo y desaprobado, en parte, su intransigencia:
—¿Y qué tal mis textos? ¿Te parecieron muy malos?
—Mira, no los creo decisivamente malos sino desborda¬
dos de eslóganes o lemas estériles mi hermano. Por lo pronto
te sugeriría, si tu intención es la de escribir lo que se dice en
serio, que mediaras entre la literatura que quieres alcanzar y
tu ego que te obstruye en el proceso creativo. Pero lo alenta¬
dor de todo este experimento es que talento tienes. En alguna
parte, en el interior de la roca, yace una gema, pero a ella
llegarás únicamente mediante la buena lectura y un trabajo
perseverante para encontrar tu estilo, tu voz...
—Bueno, algo es algo entonces. ¿No?
—Pues sí. Y sin pretender ser presumido, aquí te apar¬
té algunos libros indispensables que, además de dignificar
tus días, te servirán en tu formación: La Divina Comedia de
Alighieri; Moby Dick de Melville; Clises de Joyce; Paradiso de
Lezama Lima y por último, y de momento hasta que los leas
y me los devuelvas para prestarte cinco más, dos de los siete
tomos de En busca del tiempo perdido de Proust... ¿Qué te
parece?
—Es estupendo, agradezco tu dedicación hacia mí. Quizá
hasta valga el esfuerzo.
—Si lo hago es porque precisamente tengo la inequívoca
certeza de que si encauzas como se requiere tu registro de es¬
critura, consigas algo más provechoso que sucucharlos en la
oscuridad de un hermético cajón...
Entonces sonrío, él replica con otra sonrisa pero a conti¬
nuación se pone nervioso y por poco se le escurre sobre mí su
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
31
taza de porcelana inglesa que al final la hace añicos luego de
haberla vaciado. Me inclino a ayudarle con el desparramo de
esquirlas blancas, pero ni bien intenta besarme una mejilla le
aparto con fuerza. Cae sentado sobre la alfombra, vitupera y
se incorpora colérico para abrir la puerta y echarme a empu¬
jones a la calle que huele a lluvia.
Me marcho caminando bajo el aguacero por la avenida
Burgués y escucho tras mis pasos el fragor de una puerta que
con demora se cierra. Avanzo empapado algunos metros has¬
ta que tropiezo con una baldosa suelta de la acera, me voy
de bruces y en un santiamén mis poemas se me fugan de las
manos y me despido de ellos para siempre; las aguas turbu¬
lentas de la calzada se ocupan del resto y una dilatada boca
de tormenta los devora como a Jonás. Me incorporo, efectúo
un último intento y consigo a duras penas rescatar una página
toda lánguida por el agua...
La encontré allí sin buscarle y porque llovía torrencial¬
mente;
la vida es, a fin de cuentas, una encrucijada de atajos y
ladeos.
Tiempo después reintegro a la biblioteca La muerte de
Narciso de Lezama Lima y en una distracción del bibliote¬
cario me tumbo El color del verano de Reinaldo Arenas; me
formo mayéutica-retóricamente y, en cierto punto, estoy en¬
tretejiendo una soledad que sobrellevo sin excesiva jactancia;
tampoco me jacto lo sé de sobra, como a su tiempo lo supo
Bolaño, acerca de esa novela juagira que no tendrá cómo re¬
gresar a su antiguo estante oficial. Con ella ya son nueve las
novelas perpetuadas a mi autoría.
Me disponía a iniciar su lectura cuando llaman a la puer¬
ta. Abro. Allí de pie sosteniendo una pila de libros, firme y frío
como un iceberg, esta Maciel; como un iceberg que evidencia
lo ínfimo y reserva bajo un velo de misterio lo descomunal
32
| W. Darío Amaral |
para un tiempo y espacio acaso más pertinente o también más
nefasto.
—¿Puedo pasar? —aclara compungido.
—¿Aún tienes más por decir?
"Sólo vine a disculparme...y también a traerte los libros
que no te llevaste” ensaya un mueca de gracia y los posa en
mi mano. Sin aguardar una réplica se voltea, da unos pasos
extraviados por la vereda, parece bendecir con una mirada la
amarillenta luna llena que le hace de cómplice.
A unos metros se detiene en seco y al voltearse expone
el rastro brilloso de algunas lágrimas recién rodadas por sus
mejillas: “¡Discúlpame Darío! De andar entre tanto cretino
todos los santos días a uno se le dificulta en los momentos
más necesarios diferenciar con claridad a aquellos que valen
la pena. ¿Podemos seguir siendo amigos?”
—Si te parece y dispones de un tiempito, el fin de semana
te acerco un material sobre el que ando borroneando para que
lo explores y, de seguro, me aconsejes sobre él.
Despierto y, desde mi lecho, tomo un libro de la pila sobre
mi mesa de luz del que Maciel no había mencionado palabra
ni menos recomendado, pero que deliberadamente parecía en¬
contrarse en la cúspide de la pila con su portada hacia abajo.
Se titulaba Blues del último lumpen indiscreto o Mani¬
fiesto de la desnudez oriental.
Una de sus páginas estaba señalada con un trébol de cua¬
tro hojas recientemente arrancado.
En aquel instante tuve la impresión, (asaz vivida), de lle¬
gar hasta ella como si llegase hasta la entrada misma de un
laberinto cretense del que ya había tenido noticias referidas a
su atroz circularidad.
Abro la página y hojeo entonces el nombre del poema de
la página marcada:
“Aquí (sobre) vivió también otro Reinaldo Arenas”.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
33
Un frío súbito me recorre la espalda y asciende hasta la
nuca. Continúo leyendo:
“Tu y yo estamos condenados” advierte con cadencia de
gong Maciel Reyes y escruta de paso una página de algunos de
los volúmenes, (posiblemente El palacio de las blanquísimas
mofetas), de Reinaldo Arenas...
34
| W. Darío Amaral |
LUMPEN ORIENTAL
“Soy un lumpen de platino fino. Otro espécimen de dia¬
blo de Tasmania crispado ante las circunstancias adyacentes,
nada peor ni más ideal que ello...” sentencia postumamen¬
te Gustavo Escanlar. Ayer en la mañana convencí a mi mujer
Mirta embarazada y a su hermana Laura para que me acom¬
pañasen hasta los escalones de la entrada del Cementerio del
Buceo en Montevideo. Allí no había jazmines de por medio ni
creo que al “Gordo” Escanlar le hubiesen hecho falta ahora
que no está entre los que aún respiran, sudan, sonríen, mien¬
ten, defecan, cogen y lloran. Permanecí durante algunos minu¬
tos de pie con su “Grandes éxitos, un cuento y una despedida”
en mi mano frente a su tumba aguardando a que en algún
intersticio de epifanía sobrenatural Gustavo quebrase, desde
el claustro interior, con un puntapié certero la tapa de mármol
que lo retenía. Nada de eso sucedió y cuando al fin el cielo se
encapotó por completo, oscureciendo los nichos, cruces, án¬
geles y coronas decidí marcharme y dejar descansar en paz a
Gustavo.
—¿Ya está? ¿Lo encontraste?
Sí, digamos que seguía donde lo dejaron y mientras en¬
ciendo el vehículo pienso “sí, ya está, está todo fregado real¬
mente”; o al menos por este paisito, colonia de la ramplonería
y parasitado por chantas y fantoches de poca monta. Uruguay
no dejó nunca de asemejarse a una Suiza, es cierto, pero una
Suiza del Congo Belga, vulnerado, en un catártico acto que
incluye la retrospección, por una abrasiva grey, (pongamos
el Estado), que con creces persiste en mantener aceitados los
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
35
punzantes engranajes de una maquinaria que sostiene o carga
el fardo de medio país de empleados públicos, pasivos y jubi¬
lados muertos de hambre, vendedores de garrapiñadas, hurga¬
dores e indigentes sin empleo o “acomodacoches” que vienen
a pertenecer casi al mismo género. Seudoartistas dramáti¬
cos, literatos, musicólogos, paisajistas con spray... pathos-
gregarios por doquier y también de aquellos otros “artistas”
consagrados con excelsas cuentas bancarias que sesionan y
derogan leyes arrellanados hasta quedarse adormilados con
sus mondongos en los amohinados sillones del parlamento,
soñando prioritariamente perfidias con aquella acompañante
escort pelirroja que le recomendó en el lavabo el opositor del
partido durante el intervalo del debate por la aprobación de
otro nuevo y vano plebiscito por la baja de imputabilidad.
Una pandilla pedestre de leguleyos profesionales adoctrinados
en la más profesional demagogia. Docentes, policías y médi¬
cos infravalorados y peores remunerados. Bienvenido, me dijo
con soberana razón Escanlar, a la caca de mosca por sobre el
vidrio resquebrajado y sucio de Latinoamérica. Bienvenidos
amiguitos, digo yo, al país de las mil manifiestas facultades y
oportunidades de emigrar, abandonar y huir sin echar la más
pía mirada hacia atrás; no sea que te acontezca lo que a la mu¬
jer de Lot ya en las postrimerías de Sodoma... El neouruguayo
del mañana coyunturalmente se asemeje más a algún extranje¬
ro reticente en reconocerse en el extremo inferior de las ramas
de una genealogía charrúa o aún criolla que a la postre impug¬
nará, (tocándole fuego si existiese estampada sobre un papel),
en la primera oportunidad que se le presente; no obstante lo
hará oponiendo resistencia a la pronunciada tendencia a to¬
marse demasiado en serio a sí mismo y muy poco en serio
a su ocupación habitual cualquiera sea esta, bogará por re¬
presentarse de alguna manera más como un “personaje” que
como mera persona. Alegará desconocer, (ni pretender cono-
36
| W. Darío Amaral |
cer a futuro), tradición alguna que incluya apologías de luchas
ecuestres de divisas partidistas fundadas en una universidad
que promueve y se sustenta sobre los intereses mezquinos de
algunos pocos anónimos resucitados a los que el populacho
envistió “en sentimiento espontáneo” de bravos caudillos o
proceres a falta de una charada criolla más pertinente y me¬
nos tajante... Desconocerá infusiones herbáceas humeantes
servidas en cuyas de nativos erradicados como peste; domas
equinas, yerras u otras juderías mestizas; sanguíneas,(cuando
no sanguinarias), disputas futboleras; drogas legitimadas por
ganapanes mandatarios de paso; inacabables incursiones car¬
navalescas o candomberas...“uruguayadas” por doquier...
El neouruguayo será por sobre todas las cosas, un lum-
pen trasterrado sí, embestido de un desamparo tan indómito
como la noche que lo doblegará hasta diluirlo en el reflejo
imperturbable de un exótico mar egeo. Y allí, en el azogue
de la ribera, sin pampero, sin cruceras que se mordisqueen su
propia cola, sin octavas ni lanza de tacuara a la que aferrase,
ha de fenecer tan leve como un adagio, sin que nada, nadie y
ninguno le rememore quien pudo haber llegado a ser en otras
lejanas latitudes y calzando un par de zapatos de otra talla y
suela. A fin de cuentas, cada individuo es, tras un acicate de
gracia, también un himno destruido.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
37
EL OJO AL LINAL DEL POZO
(Ante el pozo)—“Se pronuncia cuáchara” explica San¬
dro Limo Ore de pie ante su biblioteca ecléctica, aunque a
él mismo un apellido como “Lima” le hubiese sentado mejor,
puesto que era peruano. No recuerdo cuando me masturbé
por última vez, (aunque la broma sentencia que “uno tampo¬
co se masturba por última vez a no ser que haya alcanzado el
punto fiambre-flácido”); y aunque mi cerebro se pliega y des¬
pliega como una persiana isleña sacudida por el viento de una
tempestad verdaderamente “Verneana”, más me convendría
fugarme, en este instante, de este texto; aunque haré, fiel a mi
“visceralismo”, efectivamente lo opuesto. Incitaré de reojo a
la memoria que es, para ciertas profundidades, o cuando le
conviene, corrosiva hasta el tuétano:
Pues cuáchara denota amistad, pero cuátara una gran
amistad, como una hermandad. Y porque eres mi cuátara no
tengo escozor en decírtelo: no poseo dotes de fileno pero al¬
guna noche cancerbera en la que densas columnas de humo
a opio o a marihuana se han elevado como una cordillera y
nuestros brazos y hombros embadurnados en aceites y sudo¬
res infernales relucían a la luz de un neón de oprobio, he con¬
seguido vislumbrarlo impunemente.
(Descubre la tapa)—Así como nadie debería ser pro¬
cesado por hurtar flores o libros, tampoco debiera dejar de
fiarse de la cordura emulsionada en el discurso de un “falopa-
lumpen” como yo, únicamente por ser yo. Abandona su lecho
furtivamente, de noche, cuando su familia duerme en la can¬
didez de una alcoba que ha empezado a detestar hace meses
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
39
interminables, ya insalvables. Termina de acordonar las botas
en el asiento trasero de un taxi de cuyo chofer confunde con
tan ininteligible destino. Finalmente aparca en el límite, en el
remoto escondrijo de la nada; apenas una luciérnaga serpen¬
teando en la oscuridad, como una bombita de luz a punto de
fundirse, y de hecho, cuando se encamina hacia ella guiado
por un instinto bovino, humea y se oscurece, pero ya se en¬
cuentra allí de pie. Todavía cavila y decide abrir la puerta roja
sin llamar. Penetra al delicioso espanto en la misma forma que
un gusano a la carroña a la que no puede, ni debe, dejar de
pertenecer, de rebrotar. Este es su karma, su limbo personal; él
es buenamente una especie de alter ego de un querubín ham¬
briento y depravado perdido una noche cualquiera de febrero.
(Inicia el descenso)— “Good nigth, my friend”; se dirige
de pasada al robusto portero que es negro e inmigrante ilegal
y que nunca acostumbra a replicar saludos.
“Tinto de mierda, en su caso particular bien debiera ser
un pleonasmo”, impreca para sí en tanto las cortinas de sa¬
tén rojo parecen las avivadas llamas de un infierno flameando
por el extenso corredor entre las emisiones de ventiladores,
gemidos ininteligibles de dolor y placer y chasquidos de pal¬
madas secas o latigazos en nalgas y lomos, pedos fugados tras
dilataciones anales y penetraciones taladrantes sostenidas por
emulsionantes aceitosos.
“¡Bienvenido a casa amigo Darío! Llegué a asociar tu
ausencia con un cáncer repentino y su excusable suicidio”.
Isabel, lo toma con el brazo que no ocupa su bastón y avanzan
cansinos por el pasillo. “Es verano, entenderás que ese es el
verdadero motivo de que haya desaparecido todas las puertas
y dispuesto el vistoso cortinado”.
Tras la primera cortina, una pelirroja con un atuendo
de Virgen María, a la que le han quitado una peluca rubia,
previsiblemente practica con ávida concentración una felatio
40
| W. Darío Amaral |
a un octogenario calvo que, casi yaciente, le implora desde
el catre que se detenga o sé dé prisa porque le parece que no
le es suficiente la ventilación para airear sus congestionados
pulmones. Posa una mano venosa y raquítica en la vacilante
nuca, la mujer emite dos o tres glup, glup, se atraganta con
su miembro mustio y, cuando menos se esperaba, lo desliza
milímetro a milímetro fuera de los carnosos labios pintados,
relucientes por la saliva entremezclada con esperma. “Ese Don
Abelardo. Cualquiera de estas jornadas lo perdemos en un
“hay”. Y entonces ya me verás por enésima vez rodeada de
clientes y exclientes uniformados tomándome sobriamente
otra declaración judicial como si nunca me hubiesen visto
cobrarles o mamárselas. Montonera de putos. Putos azules,
botones, bisexuales, reprimidos, sometidos todos por sus es¬
posas, maricones con pistolas de fierro y placas de ojalata.
Mira lo que son las cosas...Papá fue policía, mi madre lo en¬
gañó toda su vida con sus superiores y sus dos únicas hijas
terminaron de meretrices.” “¡Bárbaro resumen Isabel! Mejor
no indagar más.”
La segunda cortina, deshilachada, rasgada y apenas sos¬
tenida. Del otro lado se aprecia a un tipo albino siendo sodo-
mizado por un bien dotado y fornido moreno. A los pies de
la cama, echado sobre las ropas personales, un pastor alemán
lame beneplácitamente sin cesar la vaselina que el negro cho¬
rrea y hace correr con sus embates desde el lampiño y casi
femíneo culo del albino hasta el tobillo izquierdo de este.
“¡Más adentro! ¡Castiga mi esclavo! ¡Vamos, castiga sin
temor!”
“ Do-re-mi-fa-sol-la-si-dooooooooo... ”.
La cortina que sigue se muestra reluciente, incólume pa¬
rece flamear desencajada en el ámbito obsceno. Desde la pieza
se perciben gemidos apagados, como sofocados por alguna
mano pero acompasados por un vertiginoso trac-trac-trac de
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
41
los resortes del castigado catre que soporta vaya uno a saber
la excitación coital de una pareja que Isabel tampoco revela
ni explicita como en las anteriores habitaciones: “No querrás
saber los pormenores tras una de las mejores cortinas”. “No,
por supuesto que no. Dejémoslo así.”
Sujetos, asidos a la cuarta cortina, con medio cuerpo de
afuera dos esperpentos adiposos con cuerpo de mujer se de¬
moran en entretejer sus lenguas de iguana y los veinte tentá¬
culos que poseen por dedos en una lasciva danza que remite
sin esfuerzo a ciertas reminiscencias de un aquelarre hierático
perteneciente a una oscura genealogía druida. Entre los ama¬
rillentos y velludos senos de los que gotean gruesas gotas de
calostro se asoma perverso e infame un carnero amarronado
de pérfidos ojos; ¿Belcebú en “persona”? Como sea, el con¬
sentido animal no para de relamerse de placer, extasiado y
sobado a más no poder, pringado por inverosímiles fluidos
corporales que afloran y deslizan y que el cabrío demonio no
evita sorber para saciar una sed inadmisible.
(El ojo al final “...no es ojo porque tú lo veas; es ojo por¬
que te ve.”)— Sin duda la última cortina, (plisada), deparaba
la cumbre, el corolario de esta cosmogonía de la perversidad
y la misantropía. “Do-re-mi-fa-sol-la-si-dooooooooo...” En
lugar del colchón, recostada como una mariposa sobre una
parrilla herrumbrada, vemos una cruz de madera labrada a
fino cincel y reposando en ella una virgen de unos once o tal
vez doce años. Se encuentra amarrada de pies y manos, des¬
nuda, con una corona de pequeñas florecillas blancas y em¬
badurnada en miel. Entonces Isabel palmea mi hombro con¬
descendientemente al tiempo que saca y me pasa un frasco de
vidrio abarrotado de voraces hormigas rojas. Y, como en una
armónica melodía, antes de marcharse con su báculo, reitera:
“¡Bienvenido a casa querido Darío!
Ingreso a la habitación, alumbrada con gruesas velas, con
42
| W. Darío Amaral |
el frasco en las manos. La chica que es rubia abre de pronto
sus enormes ojos azules. Veo que tiembla y se le anegan los
ojos. Cierro la cortina a mi espalda...
Sandro Limo, mi cuátara, regresa su libro de poesía al
anaquel más alto de su biblioteca. Luego me sirve un té de
manzanilla en una taza de porcelana azulina de Sévres con
tostadas y margarina, sorbemos la infusión con parsimonia y
en silencio, como dos aqueos ñoños.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
43
EL PEROL DE LAS LENGUAS BECERRAS
La mandragora crujió vivaz en el fuentón de lapacho jus¬
to cuando al bataraz le crujían las vértebras entre los bellacos
dedos de la longeva hechicera. La misántropa lobreguez se
vidriaba con el humo en aquel ahuecado tronco de formidable
secuoya y entonces el infeliz gallináceo burbujeó en la lava del
rojizo perol. Una gota salobre reluce ahora al resplandor del
fogón y se despeña por el corvo narizón de la dama infernal
hasta arremeter fatalmente contra una verruga gris que la des¬
hace como la ola que da en la roca. Bruja, bruja, bruja, bruja,
bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja;
resuellan las crías de arañas desde sus alambres y en un
santiamén se confunden en las fauces de su madre temerosa
de que la loa suene más a denuesto bajo el anaquel de los
frascos de aguachirle y brebajes; igual cumplido dispensa el
ennegrecido cuervo
para con la filicida tarántula, aunque tarda menos en
posarse con su buche hinchado de hormigas y de gusanos
vivos junto a la hechicera. Los bellacos dedos no tardan en
escrutar en la biblioteca un enigmático, alucinante y celado
grimorio a su alcance: El Necronomicon, el Libro de Thoty,
el de Dzyan y Voynich, La Aradla de Leland, El Culto Diá-
dico de Murray , el Libro de las Sombras, El Dios Cornudo,
un tomo de los ocho Sabbats, Las Wiccas de Anargos... y
asimismo ninguno de ellos facilita un atajo eficaz para su
luzbélica composición.
Alza a la luna roja sus dantescos ojos recubiertos de ve¬
nas índigas y un alarido que doblega a las espigas y crispa a
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
45
las salamandras rastreras que muían de color y a cuanta rana
y escarabajo enlodados sobrecoge.
Se apersona a quien, en la comarca, apodan “Semonel”,
el tullido y chamuscado enano centinela del pantano: “Dos
lenguas sangrantes de becerras tibias me has de traer”, señala
con barroca petulancia la bruja; el liliputiense destella enton¬
ces su daga rasgándola en la lisura de una piedra, y ya sin piar
sale al fango y a la noche cerrada tal cual surgió sin invoca¬
ción alguna.
El perol no da a vasto, su estado insulso parece no resistir
el hervor sin sus lenguas, tampoco la hechicera, que exhala la
agrura de su hálito por la ciénaga y no consiente su propio
caudal de sangre esparcido como otras veces por cada recodo
vital de su execrable alma parida desde el orbe de una boñiga
descompuesta.
Boñiga, boñiga, boñiga, boñiga, boñiga, boñiga.
Las sanguijuelas se adhieren y desangran las pantorrillas
de Semonel, a quien parecen reconocer igual por fiero que por
desleal, a quien parecen aborrecer por pederasta perverso, por
más que los mortales comunes le teman por improvisado an¬
tropófago, incluso le compadezcan, sobre todo, por descono¬
cerse a sí mismo en lo intersticios de su saña incurable.
Cuando crío, se supo, conoció de cerca la recreación las¬
civa de su progenitor de quien fue sátiro como devoto dis¬
cípulo; instruido con minuciosa pericia en los sabores de la
carne vejada, la carne sobada, la carne magullada, la carne
sin sangre, la carne tierna, la carne inocente crispada, la carne
horrorizada...
Semonel abandona el pantano y al atardecer da de lleno
con un patio desguarnecido donde en un vergel la brisa balan¬
cea una rosácea hamaca solitaria, rosácea como las flores del
jardín de junto en el que la párvula desidia ha abandonado
una muñeca de paño blanco que resulta toda una beldad.
46
| W. Darío Amaral |
Las uñas de Semonel la sostienen y no duda en poseerla
allí mismo y desmembrarla finalmente con sus raídos colmillos
de vieja hiena; calmo se promete a continuación una atención
semejante para con su rosácea dueña quien, en un santiamén,
ensayadas algunas crispaciones y gimoteos impotentes provee
la primer lengua sangrante de becerra.
Los relámpagos que coronan la noche martirizan al lus¬
troso cuervo que, desde el ramal del vergel, ha asistido al san¬
guinario prodigio para retornar, en un vuelo raso, al ahuecado
tronco de secuoya en donde, con percatarse de su visita, la
bruja da por consumada la mitad de su empresa. La tierna len¬
gua arriba desgarrada y tibia para crepitar primero y fundirse
luego dentro del vivo perol que parece complacido y trepida
como un dragón que fragua su ardiente descarga.
Más allá, a distancia del pantano, la segunda lengua osci¬
la relamiendo otro humeante caldo que, aunque de verduras,
entre los labios de su poseedor, pareciese no rehuir
a su protagónica e intrincada suerte, una que pronto
claudicará su destello a pompa.
“Incubo, Súcubo, Golem, Daimon, asístanme todos, am¬
párenme todos, síganme todos”, la invocación resonó en la
amplia secuoya y en la pared de madera anudada la sombra
de “Wicca” se contorsionaba obscenamente en el preámbulo
de una misa negra envuelta en humo y niebla...
¿A qué abusar de los raídos colmillos, ellos no podrían
concebir del hondo labio que la templada daga puede sonsa¬
car por sobre la carne de quien circule? cavila por un instante
Semonel y, resuelto, descubre el reluciente acero de su vaina
de piel pagana y se encarama a las rosas de un gótico balcón.
No hay tardanza, no hay contemplación, mucho menos
clemencia para aquellos dos amantes que crispados y sudo¬
rosos tras el éxtasis carnal, sobre un lecho con sábanas de
satín que reflejan los rayos lunares que traspasan al ventanal
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
47
abierto, se ven ahora envueltos en la urdimbre del bailoteo de
la hoja sedienta del cuchillo de Semonel
que peregrina incisivamente sobre su lomos.
Uno, cinco, diez...cien labios son abiertos ahora bajo
aquel equinoccio y salpican y bañan e inundan la arabesca e
infernal alcoba hasta que el sosiego y la quietud se instalan de
manera preternatural.
En esta versión purgatoria el lustroso cuervo no ha asisti¬
do más que al conjunto de alaridos arrancados postumamente
desde el interior de la finca, al otro lado del balcón y del rosal.
El rojizo y risueño rostro de la hechicera acoge una vez más al
enano exhausto escoltado por la oscura ave que parece haber¬
se beneficiado con la sobrante lengua
y puede apreciarse cómo algunas gotitas de sangre aún le
gotean del pico.
“Has de ofrendarme la postuma lengua y, en cumpli¬
miento, se te retribuirá indefectiblemente, hasta el ocaso de
tus atrocidades, la libertad que no tienes” arguye la bruja ex¬
tendiendo su prominente extremidad escuálida más semejante
a la zarpa de un destartalado espantapájaros.
Bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bru¬
ja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja,
bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja, bruja.
Luego de celebrada la misa negra; tras el equinoccio pri¬
maveral;
luego de que el perol se resquebrajase y fundiese con sus
lenguas;
tras que la secuoya cobrase fuego desde su mismísima
raíz
hasta la copa de la que el cuervo despegó para no retor¬
nar jamás ;
luego de que los campesinos descubriesen las cenizas de
la bruja
| W. Darío Amaral |
rellenando su maloliente ropaje profano;
luego de que la lluvia portentosa asediara sobre el pan¬
tano
y la inundación no dejase, como en solemne purificación,
nada por arrasar hasta las inconmensurables fauces del
mar;
apenas un rumor sobrevivió y levantó por la comarca,
un rumor inmoral y tímido en un principio vuelto, luego
de un tiempo, una temible máxima:“teman a Dios, principio
de todo gran conocimiento,
teman al desterrado Lucifer, génesis de la iniquidad cir¬
cundante;
pero no subestimen, entre uno y otro,
la sutil ductilidad de sus húmedas y rosáceas lenguas be¬
cerras...”
Por esta vez, que no nos condenen las palabras.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
49
JHONNY MELGAREJO Y EL VIEJO CARCELERO
¿Hacia qué meta corremos olvidando nuestra alma?
Marcel Proust
Ahora, a pesar de los relámpagos, truenos y lluvia au¬
tumnal, calma chicha. Cafeína en exceso lo despabila y agudi¬
za la artritis como un alambre de púas surcándole los huesos
blancos, agrietados y resbalosos. El palpitar de su corazón
sincronizado con el polvoriento y apolillado cucú del pasillo.
—¡Viejo! Ya lo trajeron.
—¿En cuál celda se aloja?— sin voltearse, únicamente
sosteniendo la taza de lata y la mirada sobre el calendario del
96 .
—Creo que en la once.
—¿La once? ¿Y entonces que fue de Sergio? ¿Lo traslada¬
ron o volvió a fugarse?
—No viejo, ahora le dio por degollarse con el improvisa¬
do filo de una cuchara sopera. La mantuvo oculta en su recto,
que también sangraba, durante la última requisa de su última
tarde.
El viejo guardia saliva un gargajo en la taza, se incorpora
y camina rengueando sobre adoquines humedecidos por las
goteras; cree que le vendría bien un báculo. Abre, descorre reja
tras reja y una lamparilla cubierta de telas de araña revienta y
humea al igual que un fusil vivo.
—¡La puta que te parió!¡ Mugrosa bombita del demonio!
—¿Y con esa misma boquita ingiere bayas dulces abue-
lito?
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
51
Ahora la nueva bestia de la once le sonríe desde su catre
desvencijado mientras se frica en ondulaciones el prepucio. El
glande le resplandece allí mismo como una gema roja.
—Me hablaron de vos. ¿Sabés?
—¿En serio? Cosas dulces espero.
—Sí. Me advirtieron de tu ponzoña.
—Ja, ja, ja. Al igual que una arañita ¿no te parece?
—Descuartizaste a una inocente de cuatro años Jhonny;
yo diría que actuaste al igual que una hiena descocada.
—Bueno veo que no has dejado de aplicarte a tu tarea
abuelito. ¡Hay! ¡Shhh_! ¿Y también te explicaron cómo obré
en ella después de enfriársele los miembritos dispersos por el
colchón? Me acabé en cuanta abertura descubrí y en muchas
otras que improvisé con su carne también. Orgasmo tras or¬
gasmo... Imagínate, una verdadera locura vejete.
—Y aún continúas divirtiéndote en grande ¿No es ver¬
dad pequeño—gran Jhonny?
—Ja, ja. Dirás que exagero, pero comienzas hasta caerme
simpático “arruguitas”. Es cierto, apenas estoy empezando mi
“big party”.
—Y ya que siempre reservas una ingeniosa respuesta
para todo, pequeño-gran Jhonny déjame que te haga una sim¬
ple pregunta: ¿sabes lo que es una dilatación?
—¿Disculpa? No entiendo a qué te refieres.
—Sí. Una maravillosa dilatación pequeño—gran Jhonny,
como esas que se consiguen apreciar en los partos de trillizos
o incluso en algunas pornos baratas en las que todo mundo se
embadurna de lubricantes.
—Me parece haber escuchado el término, pero no sé por
qué yo lo asocio con algo que tiene que ver más bien con los
ojos o la mirada.
—¡Ja! ¡Sabía que no me defraudarías Jhonny! ¡Te acer¬
caste bastante! —celebra con un espontáneo aplauso el carce-
52
| W. Darío Amaral |
lero. Y el recluso lo imita con precisión triunfal.
—Bueno, permítemelo explicártelo pequeño-gran Jhon-
ny. En el momento justo de nuestro nacimiento la sabia na¬
turaleza ensancha el canal de parto de nuestra sagrada madre
para que podamos atravesarlo, abandonar su vientre y dilatar
al unísono nuestras pupilas ante la luz que da por vez primera
en nuestro rostro crispado de incertidumbre y horror.
Muy interesante e instructivo vejete interrumpe. ¿Y qué
con eso?
—Aguarda Jhonny. Aún está por venir lo mejor de la di¬
sertación. Escucha esto porque resulta ser lo más importante
de todo cuánto he tratado de explicarte, y además te ayudará
a comprender el mecanismo y funcionamiento de la tercera
ley de Newton.
—Pfff... Empezaste bien pero ahora me parece que te
desmadraste como el mejor anciano.
—No, no. Al contrario pequeño-gran Jhonny. Supongo
que debes haber escuchado del físico británico Isaac Newton.
—Por supuesto viejo, puedo ser un criminal, pero no un
ignorante cabeza de calabaza ahuecada.
—De acuerdo. Entonces has de conocer la tercera ley de
Newton.
—Pues fíjate que no me la sé. ¿De qué se trata toda esta
pantomima vejestorio absurdo? ¿Acaso intentas tomarme el
pelo o estás caliente conmigo? ¿Te excita escuchar de lo que
puedo llegar a hacer cuando me alzo? Ja.
—No pequeño Jhonny. Nada de eso. En realidad, te estoy
brindando mi humildísima asistencia.
—¿De qué asistencia me hablas? Creo no necesitar de tu
asistencia para nada. Me sé valer solo, créeme anciano impo¬
tente.
—Sí te creo Jhonny. Pero si te fijaras mejor, si pudieses
captar las cosas con más minuciosidad te darías cuenta que
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
53
lo único que he pretendido desde que me acerqué a ti es pre¬
venirte de la banalidad del hombre ante la inescrupulosidad
de la fuerzas de la naturaleza, en este caso, precisamente de la
grandilocuencia de la física.
—¡Vete a la mierda vejestorio inservible! Te diré lo que
puedes hacer con la grandilocuencia de tu puta física.
—No hay necesidad de que seamos groseros Jhonny.
Únicamente, antes de dejarte solito en tu celda, quiero con¬
tarte que, si te fijas bien, las dilataciones a que nos hemos
referido bien pueden ser también una consecuencia evidente
de la tercera ley de Newton. ¡Hey! Acércate Jhonny, voy a
decirte un secreto.
—La ley de Newton —y entonces el prisionero inhala
por primera vez un hálito ácido en azufre expelido desde la
boca reseca del carcelero que permanece a centímetros de su
rostro— la ley de Newton explica resumidamente que para
cada acción existe siempre una idéntica reacción, y con ello al
fin te estoy diciendo, mi pequeño-gran Jhonny, que si bien po¬
dría ser el abuelo de esa desventurada criatura de cuatro años
que edulcoró tu barbarie durante la hora que duró su agonía y
más, no lo soy de ninguna manera. Tampoco me haré cargo de
tu castigo Jhonny, ni desenfundaré el arma cargada que tengo
oculta en mi chaqueta. No. Eso sería sumamente previsible, al
igual que un “cliché” de lo más barato y corriente mi querido
Jhonny.
Y recién al escrutar en los huecos negruscos donde debie¬
ran estar puestos los globos de sus ojos, el presidiario Jhonny
Melgarejo, constata la verdadera fatalidad de su circunstan¬
cia.
—Te he reservado el protagonismo de la mejor fiesta-
“party” de tu vida mi pequeño-gran Jhonny. Y para ello he
invitado a “Seco” y sus “amiguis” del pabellón de alta segu¬
ridad para que apliquen sobre tu despreciable existencia la
54
| W. Darío Amaral |
inescrupulosidad del principio de la tercera ley de Newton.
Entonces, en un acto de conmiseración desmesurada, el
viejo carcelero retira la llave maestra de la celda de Jhonny
Melgarejo, con idéntico sigilo con que anteriormente la retiró
de los cerrojos de todas las demás, voltea su cuerpo como
un autómata sobre sus huesos lesionados, escupe un verduzco
gorgojo y su silbido se distorsiona primero para esfumarse
luego, bajo la penumbra de las bombitas del corredor quema¬
das, entre los desmoralizados alaridos y jadeos de Melgarejo
que no cesa de ser arremetido impíamente por una invisible
jauría de hienas voraces que se pechan por no quedarse aparte
de tamaño festín...
“¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía...eres tú” —emite alguno de la barbarie.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
55
AVANT-PREMIERE:
DIOS A FLOR DE AGUA TURBIA
Dios + Dios = Cuatrio
Nicanor Parra
/unté a dios en la rugosa coronación de una tostada en¬
negrecida y crujiente como una rama de acacia seca/ lo sorbí
edulcorado/ cabizbajo y en silencio/ bulló sin más en el espe¬
sor naciente de mi capuchino hasta ascender entre una nube
de vapor hacia el crepúsculo matutino/ esto me complació y
asimismo me produjo una volcánica acidez/
con el siamés arrellanado y ronroneando sobre mi re¬
gazo/ leí de su novedosa hazaña en la sección policiales del
periódico del día/ esta oportunidad se encaramó en la prolon¬
gación del bíceps siniestro de una ama de casa/ que por celos
castró la infidelidad de su marido con unas poderosas tijeras
de podar/
reconocí a Dios ni bien traspasé la puerta de mi casa en
el rostro mugroso del indigente que se apartó por un instante
del mosquerío de su porquería para socorrer a una anciana/
una anciana que el taxi que me trajo embistió frente a
la iglesia al igual que a una palomita/ como era de esperar¬
se/ Dios no estaba en el sacerdote que a regañadientes tomó
mi confesión/ pero si en los parroquianos que sin persignarse
pedían por que amainasen las turbonadas delictivas copado-
ras de hogares constituidos/ para que el gobierno de izquierda
fuese con tacto menos izquierdista/ para que la derecha fuese
derecha al fin y para que el presidente y el papa claudicasen
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
57
sin pena/ demagógicamente al unísono/ sin culpa/ sin respon¬
der a su verdadera esencia/
“padre: soy un monumental fracasado”
“¿por qué lo afirmas tan categóricamente hijo?”/
“ porque no he encontrado el momento oportuno para
inmolarme”/
“¿y eso acaso significa que eres un monumental fracasa¬
do?/
“no hay duda al respecto padre porque es lo que en ver¬
dad merezco”/
“si contemplásemos por lo mismo el asunto entonces to¬
dos nuestros hijos acabarían desmadrados y despadrados por
doquier”/
conforme/ aunque ahuecado como un carozo que sólo
zumo reserva/ huí espantado de aquel sitio abominable/pensé
y repensé en Kant/
aún llovía al salir/ caían las gotas sobre los peldaños/ so¬
bre mis entrañas más palpitantes y rojizas/ quizá después de
todo dios no me aborrezca tanto como pienso/
no al menos como yo a él/ pues ya me hubiese aplanado
sin contemplación/
sin piedad/ intrínsecamente lo sé/
me aplastaría con su imponderable huella descalza/ al
igual que a una bosta humeante/
yo/ por mi parte/ lo movilizaría primero/ luego lo haría
desovarse con dolor de mi vientre estreñido/ finiquitando el
proceso hasta dejarlo boyar en la quietud hervida del fondo
de un retrete/
mañana del lunes/ arribo al centro educativo/ a mi aula
de docente circunspecto/
desarraigado/ de haberes reconvenidos/ debiera instruir
a mis superiores/
para que exorcizasen su aura “institucionalizada” o bien
58
| W. Darío Amaral |
desapareciesen de mi vista/
que erradicaran al dios que les pondera madrugar/ viajar
como muías/ postergar a sus hijos/ a su verdadera persona/
para regocijarse en el paroxismo de la algoritmia/
de la mayéutica y la filogénesis.../
un día de temporal invernal vislumbré a este dios bullen-
te en las bolsas roídas/ folios amarillentos de orín y plásticos
resquebrajados/ arrastrados entre maderos podridos/
hojas secas y verdes separadas de cuajo de sus gajos y
estos de sus árboles/
lo descubrí búhente en una sola baliza/ equilibrando su
lastre sobre los lomos inertes
de un centenar de ratas ahogadas que navegaban junto a
todo lo demás por el Yabebirí inundado/
me di de bruces contra el rostro de Dios y del oncólo-
go adusto que me explora el recto y se explaya acerca de la
sangre en mi orina como de la metástasis que me apartará
definitivamente del texto literario y su antagónico producto
editorial/
de mi progenitor dipsómano y sombrío que perecerá/
pero siempre después de mí/
del sometimiento de mi madre que nunca supo padecerlo
ni lo sabrá/
del traca-traca de la máquina de coser en la que mi mujer
se afana cada noche sin mesura para contrapesar los gastos
diarios de nuestra manutención/
de bruces contra las teclas silenciosas y desgastadas de
mi computador/ que han recaído en la elegía de despotricar el
nombre de este Dios de dioses/ lo mismo que el del padre/ el
hijo masacrado y su espíritu santo levitando/
por los siglos de los siglos/
donde los últimos serán los últimos en ese reino de dal-
tónicos celeste
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
59
UNA LECTURA DE HÉCTOR BAPTISTA
“Por lo pronto ensayo, sin ponderar la misantropía, no
participar de conglomerado humano alguno” reitera. Esparce
con un escarpín el polvo que embadurna las cubiertas de algu¬
nos tomos de segunda mano de Bolaño adquiridos tal vez por
canje en Mendoza, Buenos Aires o en Montevideo. “En San
Sebastián de la Pedrera me siento en mi orbe” prosigue. Las
primeras gotas del verano 2018 revientan y esparcen sobre la
techumbre de su flamante “cabaña” anclada en el suelo areno¬
so en el que se yerguen eucaliptos, acacias, pinos y algún que
otro transparente en flor.
“¿Vas a necesitar un poco de la emulsión de cannabis? Te
va ayudar más que el tilo a someter en algo esos nervios tuyos
mi amigo” y se arrellana en la hamaca paraguaya artesanal.
Y yo: “Aunque estoy mejor, la voy llevando como puedo”.
Bebemos unas maltas heladas enlatadas bajo el frescor del ba¬
randal. “¿Cuándo piensas dedicar un ensayo acerca del Tercer
Reich? Ya es hora de abordarlo.” Y él: “Apenas me aborden la
inspiración con la voluntad para hacerlo. Es un libro magní¬
ficamente oscuro. Cuando me devuelvas La Universidad Des¬
conocida es todo tuyo” me advierte dirigiendo la vista a su
biblioteca manufacturada del interior.
De una manera casi imperceptible oscurece y platicamos
de mediocridades y bizarrías ajenas y propias, ¿por qué no?
De mujeres sonsacadas de la memoria y de algunas otras que
navegan descalzas y con blusas transparentes salpicadas por
las crispadas olas de los sueños (pesadillas sórdidas); de erec¬
ciones y eyaculaciones autumnales y solitarias sobre azulejos
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
61
de sanitarios públicos u hospitales; de extensas peregrinacio¬
nes o excursiones sin equipaje, sin documentos ni efectivo; de
animales rescatados y arrollados en las rutas y autopistas fe¬
derales; de los gobiernos fariseos y mezquinos que nos asolan
y degüellan como reces palurdas; de todo cuánto nos provee
la clandestinidad, (que también es otra forma de libertad); de
la “poiesis” barroca y de la cubanidad ( por momentos), téc¬
nicamente intraducibie de Lezama Lima que a Héctor abstrae
del sueño y perturba de sobremanera: “El esmero que depo¬
sito en abordarlo naufraga ante el fastidio de no alcanzar a
comprenderlo cabalmente” explica sacudiendo los restos de
malta de su lata... platicamos más...los premios anodinos de
concursos literarios más anodinos aún; acerca de los vanos
envíos de manuscritos a editoriales capitalinas como extran¬
jeras y de sus reiterados rechazos condescendientes. “¡Cuánta
perspicacia emanaba Goytisolo cuando ponderaba la defensa
del texto literario ante el producto editorial! Al parecer somos
pocos solventes para el sistema literario capitalista. Dame un
instante. Voy al baño a evacuar.”Y él: “Ve con Dios”. Llama a
Keisy, una perra cruza de collie que le acompaña con su cojera
desde que la rescató del raquitismo y la sarna. El ahora lanoso
animal se le echa en el regazo como una hija malcriada.
“¿Te apetece cenar? Tengo un delicioso cebiche del me¬
diodía.” Y yo: “Te lo agradezco, pero debo marcharme. ¿Qué
te parece si vengo por aquí el fin de semana y preparamos algo
de eso?”.
Y él: “Me parece una buena idea. El fin de semana enton¬
ces mi amigo...”.
Sin pena ni tampoco gloria alguna, es fin de semana y
voy a su encuentro. Camino hasta la puerta de vidrio corre¬
diza de su “cabaña” y leo la nota adherida al cristal: “Darío,
excúsame por la eventualidad. Resulta que me telefoneó Gus¬
tavo Wojciechowski de la editorial Yaugurú; me anuncia su
62
| W. Darío Amaral |
decisión de publicar mi novela Vuelta de Campana y me envía
algunos ejemplares de muestra desde Montevideo por enco¬
mienda. Tuve que ir a por ellos. Si tu paciencia se sobrepone
a tus nervios me puedes aguardar un rato. Ponte cómodo en
la hamaca y no te preocupes por Keisy que ya te reconoce
bien. De regreso paso por la escollera por algunos pececitos
para el cebiche y también por el campito de un allegado a
por unos hongos nutritivos que pienso convertir en ensalada
o conserva. Podemos, luego, platicar sobre Reinaldo Arenas y
de su mecenas Lezama Lima... Asunto aparte, cuando gustes
me hago de un tiempo, pospongo el despacho de libros, y les
corto el césped a ti y tu mujer...por cierto, Lezama Lima me
sigue resultando todo un enigma. Gracias hermano.” Héctor
“Toto” Baptista.
Sonrío sin sujeción, Keisy me escruta con su hocico y
parece sonsacar la amenidad guardada tras mi expresión. Me
arrellano en la hamaca paraguaya de Toto y, en tanto la pe-
rrita estampa las huellas de sus patas en la arena húmeda al
perseguir con todo el candor del mundo a una mariposa mul¬
ticolor, escucho el bramido del mar con el brío de un Kraken
a la distancia.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
63
LOS GATOS HUÉRFANOS
O UNA TEMPORADA DE FE
Piensa que tienes un mérito, si te las arreglas solo.
Se te tendrá en cuenta.
Cesare Pavese
Cuando niño, mientras estivaba una pila de troncos de
eucaliptos trozados a hacha, di con uno en la cabeza de un
pobre gato blanco que jamás se imaginó acabar de semejante
forma. Infortunadamente el felino se atravesó tan de improvi¬
so que, para cuando me percaté de su presencia, el madero ya
se había desprendido con fuerza de mis dedos y este avanzó
cortando el aire hasta impactarlo en la cabeza y fulminarlo. El
gato efectuó asimismo algunas contorsiones nerviosas, como
un postrer reflejo y cuando dejó de hacerlo afloró de su hoci¬
co una considerable hemorragia de sangre que le embebió el
pelaje de rojo. El rigor post mortem la abrazó, (era hembra),
en un santiamén y terminé sepultándola, como quien entierra
un peluche mojado y pesado, en un campo lindero. Al día si¬
guiente, cuando devolvía la pala a mi abuelo, este se encontra¬
ba acuclillado ante una caja de cartón de cigarrillos dándole
leche tibia con una vieja mamila a cuatro crías de gato. Los
cuatro eran tan blancos como la nieve.
—¿Y esos gatitos?
—Los halló tu abuela en la madrugada maullando entre
sus macetas del jardín. Y aquí los alimento porque me pare¬
ce que su madre es una desmadrada que ni bien parirlos los
abandonó para seguir en celo con otros gatos.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
65
—¿Qué vas a hacer con ellos?
—Encontrarles un hogar en donde tengan mejor suerte,
por supuesto. ¿Quieres uno?
—Uno no, me los llevo a los cuatro abuelo.
—¿Seguro? ¿Y si tu madre no los acepta?
—Los va aceptar al menos por unos días en tanto les en¬
cuentro un dueño. Va a resultar más fácil que yo lo haga antes
que tú abuelo. Tengo varios amigos que pueden ayudarme.
¿Me dejas intentarlo?
—Está bien. Llévatelos con caja, mamila y todo. Después
me informas si tienes éxito. De lo contrario regresa con ellos
y ya veremos qué resulta. Lo importante es asegurarse que los
pobrecillos se encuentren en buen estado.
En efecto, con toda sinceridad de espíritu, en cuanto
hube asumido el compromiso no tuve más que errar con los
felinos, (cuyos nombres: Bepo, Sacristán, Proteo y Macedonia
apelaban a célebres gatos, o mejor, a gatos pertenecientes a
celebridades), por las casas de mis amigos en un inicio, la es¬
cuela y el vecindario más tarde y en un esfuerzo desmesurado
finalmente lo hice recorriendo unas cuantas calles de la ciudad
en busca de un par de manos y un corazón piadoso que aco¬
giera a aquellos simples gatitos huérfanos. Rechazados tanto
por conocidos como por desconocidos devolví la caja de car¬
tón de cigarrillos a mi abuelo con los mininos dormidos en su
interior seguramente tan extenuados, (o desmoralizados tal
vez), como yo.
—Ahora vete a dormir, has agotado todo cuanto se en¬
contraba en tus posibilidades —me dijo abuelo palmeándome
el hombro. Sin meditarlo, seguí como un autómata su consejo.
Aquella noche soñé con un multitudinario ejército celta que,
avanzando en la profundidad de una noche sin luna sobre un
indefenso y humilde poblado que dormía a orillas de un lejano
mar, llevaba a cabo el infructífero ejercicio de una masacre sin
| W. Darío Amaral |
par. Al atentado sobrevivieron, únicamente, cuatro gatos de
pelaje color luna que una joven aldeana alcanzó a escabullir
en el interior de una tinaja húmeda de greda roja.
No veo más, pues en esta parte del sueño un estruendo
me despierta al amanecer del día siguiente. Me levanto y dirijo
a la cocina, descubro a mi madre recogiendo en cuclillas los
fragmentos de una fuente y trozos de carne esparcidos por el
piso acabado de trapear. Su rostro no es el esperable ni tam¬
poco el mejor.
Siento haberte despertado así me dice incorporándose.
—No es nada, ya era hora de que me despertase de todas
formas. Tengo que ver los gatitos.
—¡No! ¡No vayas ahora!
—¿Por qué no?
Parecía haber estado aguardando esa pregunta como in¬
evitable y al mismo tiempo devastadora; acabó por derrum¬
barse con un aire de abatimiento en su silla de cardo.
—No debes ir a donde el abuelo porque fue requerido
por el régimen y eso es algo tan serio y peligroso que debemos
respetar los tiempos de resolución de su caso.
—¿Y abuela?
— Ella se encuentra bien, ahora para en lo de su hermana
Gertrudis. En unos días podrás acompañarme a visitarle. ¿Me
prometes que seguirás lo que te he dicho?
—Lo prometo.
Para la tarde ya había atravesado el pórtico de la casa de
mi abuelo.
Lo encontré, inesperadamente, arrellanado en su silla de
siempre, como en un deja vu,
lo encontré ante una caja de cartón de cigarrillos dándole
leche tibia con una vieja mamila a dos crías de gato. Los dos
tan blancos como la nieve.
Y aunque evidenciaba algunos signos de golpes en el ros-
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
67
tro le vi apacible, más apacible que nunca, percibí un inconce¬
bible dejo de felicidad en aquella nueva gestualidad.
—¿Qué te ocurrió abuelo? ¿Cuál es la gracia? ¿Por qué
hay únicamente dos gatitos? ¿Y los otros dos? ¿Estás solo?
Abuelo dejó de existir al año siguiente de este evento, ful¬
minado por un infarto de miocardio. Lo encontró mi madre de¬
rrumbado como un viejo y apartado gladiador sobre los narcisos
y lirios de las macetas hecha pedazos de la abuela, su mano diestra
apretaba, en lugar de una daga, el mango de una asada. Dos son
los recuerdos más indelebles que conservo de aquellos días. El pri¬
mero una sucesión de imágenes de Abuelo leyéndome La litada al
resplandor del fuego de una estufa a leña en la que calentábamos
y recalentábamos el café en vacaciones de invierno, enseñándome
a sembrar y a cosechar en su huerta, a afeitarme con navaja y es¬
pejo, a ejercer la prudencia con los dictadores de turno pero rehu¬
yendo a cualquier pusilanimidad de espíritu como forma idónea
de resistencia. El segundo es su testimonio acerca de su prematura
y, en definitiva, agraciada liberación. Esta tiene que ver con la de¬
tención del abuelo como plausible elemento perturbador o sub¬
versivo para el régimen de facto imperante; tiene que ver con una
“cuidada” golpiza en las instalaciones clandestinas del régimen
de la que poco se le sonsacó; tiene que ver con la escurridiza y, en
una buena, picara hijastra del Teniente Sánchez Schiavo que, por
consentida además, aparece como un inesperado espectro en la
escena reclamando a viva voz por el cumplimiento de la promesa
de obsequio de un gato blanco con motivo de sus santos. Tiene
que ver, por último, del indulto y devolución del abuelo convida,
del insondable aura que en ese momento lo cubrió de fortuna y
acabase devolviéndolo a su hogar con los dos gatitos restantes.
Ya no recuerdo cual de los dos, si Bepo o Macedonia, condujo a
mamá maullando a través del patio húmedo hasta el rincón de
las macetas donde yacía, resguardado por el otro felino, Abuelo.
| W. Darío Amaral |
PODRÍA SER YO, POR ENCIMA ALGUNA
DEIDAD, PERO (IMPERATIVAMENTE) ERES TÚ.
No podría ser este Atlántico ni sus navios de lastre re¬
cortados en la lontananza del postrer crepúsculo de abril, con
sus corrientes cálidas rebosantes de espuma, bordeando esta
isla hasta el oleaje de la costa azul que sesgan, al colapsar
cada tormenta, los dionisíacos surfistas extranjeros que diviso
desde un peñasco monumental del cual dan ganas precipitarse
para pasar a formar parte del paisaje, aunque más no fuera
como una mancha bermeja boyando a la deriva, arrastrado
cual escombro desprendido de un navio hacia la espaciosa
nada. No he consolidado, hasta la fecha, jornada más ideal
que aquella.
Tampoco podría ser, (digamos en un cénit extremo),
aquella cadena de sierras moteadas de islas de eucaliptos co¬
lorados, plantíos de pinos y frutales autóctonos mecidos to¬
dos como lunares por las brisas vírgenes del norte que cuando
mudan hacia el oriente tienden a espantar bandadas negruzcas
de golondrinas que no hacen más que elevarse y esculpir en
la altura un rostro, (posiblemente el tuyo), de “querube” bajo
los esbirros imperturbables de temporada. No ha sido el dios
de Abrám, ni Júpiter, ni tampoco algún demiurgo caprichoso
el artífice de semejante retrato viviente... ¿Quién entonces?
Menos serían los extensos valles recubiertos de violetas
y tréboles bicolores con cuatro hojas que no arranqué de ado¬
lescente para abandonar entre las páginas de un volumen de
Sarduy; o los vivos rosales entremezclados con las fritilarias
rosáceas de las cuales beben abejas y algunos escasos colibríes
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
69
sedientos, pues ellos surgieron de la nada misma ornamenta¬
dos por la pérgola de un arco iris que presagia limpidez prós¬
pera... en hora buena, los amantes, sudosos y agitados aún, se
apartan en un símbolo predestinado a cumplir hazañas nobles
e impías; su humanidad, por separado, poco importa, y acaso
no valga un céntimo apócrifo ni anacrónico... Podría ser yo,
por encima alguna noble deidad, pero (imperativamente) eres
tú. Te conozco, te adolezco como a una yaga fresca y pútrida,
como a un ínfimo leviatán que me tensa y orada las visceras
malolientes, abriéndose paso sin sigilo hasta mi turbado ce¬
rebro primero, luego sé que te encaminarás instintiva abomi¬
nablemente... vendrás sin avisarme a por mí corazón de tibia
seda que pende como un capullo de alevilla. Te conozco, y
sé que lo has hecho en otras circunstancias, respondes a una
naturaleza que maldijo mi genealogía.
Ahora de pie, desde el rocoso médano he preferido de¬
morar esta espartana muerte, que se asemeja tanto a una libe¬
ración o constatación de finitud y no me apetece cosa distinta
que alimentar, como a una gárgola voraz, mi cancerígeno es¬
panto a la candorosa sombra de una palmera: “Es mentira.”
“Todo es un abyecta y omnisciente mentira”. Para el ocaso
me lo ha premeditado la luna acuosa, menguante y oval de
un espejo que he convertido en añicos... “Es mentira. Sólo tú
eres” ha dicho, lo ha confesado en una voz tersa y melodiosa
y me he dado cuenta, vana y excesivamente tarde, que hay
partituras y actos que no deben interpretarse jamás. Nací en
la madrugada de un 29 de mayo de 1974 en un sanatorio don¬
de anidaban las palomas en las ventanas excretadas frente a
una plaza con nombre de esclavo, afuera lloviznaba el otoño,
adentro mi cuello se azulaba envuelto en mi cordón umbilical,
como una prematura horca que enmudeció mi primer llanto,
me bautizaron W. Darío Amaral. Ahora ¿de dónde vienes tú?
70
| W. Darío Amaral |
LO QUE SE DICE, “CASI” UN ACTO POÉTICO
¿Qué es un acto poético?, preguntó el rey.
No se sabe, mi señor, sólo nos damos cuenta de que
existe cuando ha sucedido
José Saramago
Yuldo, Gontier y Cindo de doce años los tres. Su her¬
mandad aún pareciera titilar en la penumbra de la isla como
una luciérnaga extranjera en la noche de ventisca autumnal.
Su última maestra de colegio perseveró en tildarles, durante el
consejo de padres, de “corderos descarriados”; no me consta
eso. Me consta, al igual que a muchos de esta isla, de la exis¬
tencia de la sugerente, de la insurgente epístola rubricada por
Yuldo en nombre de los tres poco después de su desaparición.
La hallaron los militares que patrullan la costa al hormazo del
mediodía a medio enterrar, humedecida por la condensación
del frasco que la contenía encallado en la arena de la bahía.
Fue esgrimida al reverso de la primera hoja, donde figura el
título, del Ulises de Joyce. Respecto a la desaparición de los
chicos en sí misma, no son pocos quienes se aventuraron en
catalogarla de prodigiosa e incluso, a escupitajo limpio, de
“acto poético”, puesto que los tres muchachos no sólo han
sido genuinos pioneros en orquestarla por estos parajes apar¬
tados de Dios, sino que además, desde su gestación, supieron
desarrollar sus pormenores elucubrando cada uno de ellos
falazmente delante de nuestras propias narices, y de las del
sistema, evidenciando tal talento que, prejuzgo ahora luego,
más adquirido que nato, siendo doblemente válido el mérito
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
71
y acordando que, al igual que la poesía, este plan prosperó a
ciencia cierta impulsado por la adversidad adquiriendo una
estructura tan revolucionaria como contestataria.
La epístola en el frasco señalaba: “Emulen todo temor y
duda de vuestras almas ilusas, despejen la densa bruma que
cubre, tras cada hálito emitido con recelo, la cubierta del na¬
vio de vuestro ser que, sépanlo pronto, naufragará... Vuestras
almas mancilladas, vilipendiadas y ultrajadas en su esencia en
esta isla abandonada por el mundo, olvidada por el bien y
apartada de las más primaria y elemental cordura. Espantad
esa peregrina casta de cangrejos de moteados uniformes ca¬
muflados que, a fin de cuentas, son el único lastre que recu¬
bre y empuja toda esperanza hacia el lecho de estas aguas tan
revueltas como corruptas. Darles de puntapiés desde lo alto,
arrojarlos uno a uno por los aires desde vuestra cubierta hasta
que den contra las filosas rocas y mirarles al fin despedazar¬
se hasta que se confundan con la espuma y desaparezcan de
vuestra existencia. Alivianar semejante yugo y llegará el día en
que se vean flotando como lo que son: libres goletas blancas,
cuya única bitácora presagiará el rumbo de un horizonte vas¬
to, elegido por vosotros, cualquier horizonte en realidad, has¬
ta aquel que se divisa inalcanzable en tanto no sea este contra
el cual naufragamos ya sin espanto como en la intencional
y simétrica pincelada de una paupérrima pintura grotesca y
surrealista...”
Contramaestre Yuldo.
Una segunda carta resurgió a los días azuzando aún más
los ánimos, venía escrita en otra página húmeda, (la última
arrancada tras el final del mismo Ulises de Joyce); había nave¬
gado en el interior de una botella de ron como en un Nautilus
sellado por un corcho. Juzguen ustedes mismos su exposición:
“Hastiados ya de lo mismo, el mismo abuso, las mismas
restricciones, el mismo odio y demás misantropías acordamos
72
| W. Darío Amaral |
con Yuldo y Cindo en un recreo escolar darle fin a todo esto,
acabar con el “status quo” reinante y largarnos clandestina¬
mente la noche menos pensada que, en realidad, habría de ser
la más planificada y trabajosa desde que dejamos de subes¬
timar nuestra potencialidad y espíritu de supervivencia. Ali¬
mentamos nuestras ansias afines con la promesa de no sortear
también nuestra juventud como ya lo habíamos hecho con
nuestra infancia. Y para ello invertimos dedicación y tiempo;
voluntad y ensueño. En tanto Cindo mantenía su liderazgo en
los torneos semanales del club de ajedrez de la isla y Yuldo ha¬
cía sonar, como siempre, como pocos, su saxofón amenizando
eventos comunitarios, cumpleaños, casamientos y bautismos
en la derruida capilla, tras ese inofensivo telón se llevaba a
cabo en realidad el ensayo de una pieza más íntima, signifi¬
cativa y trascendental; la ejecución, la gesta de nuestra gran
obra maestra la cual podíamos haber titulado “ acto de locos”
o si se quiere de “acto poético”:Tras la finalización de cada
torneo ajedrecístico Cindo solía invertir la remuneración de la
premiaciones por el primer puesto en víveres enlatados y agua
envasada de manera esporádica o racional para evitar engen¬
drar sospechas. Mi parte era en tanto la de sostener la buena
costumbre de devorar cuanto libro me cedían en la biblioteca
comunitaria y destacarme en el análisis y disertación de los
mismos en las clases de historia y geografía, aunque lo que ha¬
bía conseguido era, gracias a ello, granjearme la familiaridad
con la bibliotecaria quien, sin imaginárselo remotamente, me
cedió franco acceso al archivo de mapas y cartas de navega¬
ción de la isla.
Como resultante, mientras en la isla el tema en boga re¬
sidía en los preparativos para la inauguración del reluciente
teatro de verano que entretuviese a los habitantes en las mo¬
nótonas noches, o bien los distrajese de los oprobios dictato¬
riales, Yuldo se ocupaba en rescatar y reciclar cuánta madera
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
73
y partes de cascos de chalanas y barcos, (condena sellada para
los antiguos pescadores), hubieran sobrevivido desperdigadas
a la gran quema del sistema. Regístrese la cuota de fortuna in
extremis que siempre ha de preceder tanto a algunos héroes
temerarios como a los idealistas insensatos que también da
cuenta del increíble descubrimiento de, entre tanto cachivache
inservible, de una brújula en decoroso estado, un par de remos
apenas chamuscados y un fragmento de lona poliéster que po¬
dría renacer como vela náutica, y de hecho así lo hizo tiempo
posterior de que bautizáramos nuestro navio prefabricado y
zarpáramos... “
Capitán Gontier.
La epístola última se la substrajeron los militares a un
pordiosero que, recostado en un muro de adobe a punto de
derrumbarse, intentaba deglutirla junto a algunas algas des¬
coloridas a toda costa. El malviviente aseguró recordar úni¬
camente haberse despertado sobre su orín y con la botella ya
entre sus dedos. Transcribimos su contenido desde el ilegible
reverso de la impregnada página, (quizá de “Ulises”):
"Desprenderse de una realidad no es lo mismo que des¬
prenderse de un sueño. Puesto que, por más recurrente que el
sueño, (o pesadilla) sea, en algunas ocasiones sólo basta con
despertarse para apartar nuestro endeble espíritu de su insi¬
dioso efecto. Desde que adquirimos (temprana) conciencia de
las circunstancias dominantes supimos vernos como pequeñas
arañitas atrapadas entre los engranajes de un hermético reloj
del que parecía inviable escapar... Aunque, de hecho, todo
sistema o dispositivo creado por el hombre es, en cierta mane¬
ra, susceptible de fallas y este régimen no fue la excepción. La
noche de la fuga, como se había pronosticado, una tormenta
azotó la isla. Empezamos dirigiéndonos como todas las no¬
ches a nuestros dormitorios saludando, sin que nadie supiera,
con un último beso a nuestros familiares. Disimulamos nues-
74
| W. Darío Amaral |
tros cuerpos durmientes en los respectivos lechos con almoha¬
das y nos escabullimos como anguilas a través de las ventanas
engrasadas. Nos deslizamos por las calles en una hermandad
de clandestinidad libertaria hasta las rocas menos creíbles de
la costa. Desenterramos nuestra nave, el agua, las provisiones
y algunas prendas de vestir. Pusimos a flote la embarcación,
la abordamos y a fuerza de remo y un viento franco que nos
distanció rápidamente de la intermitente luz indicadora del
rocoso cabo concretamos, junto con la media milla marina,
nuestro sueño de minúsculas araña. Aquella noche no nos des¬
prendimos de una realidad, sino que más bien la cambiamos
por otra que únicamente podíamos visualizar, bajo la perspec¬
tiva del sistema, como un sueño, una lunática utopía...”
El texto se interrumpe en esta parte por alguna ignota
razón. Podemos atribuir la autoría de la carta a quien, du¬
dosamente, no se ha manifestado hasta entonces, Cindo. Al
cual, dada su naturaleza, pienso adjudicarle el rol de timonel.
Atribuyo el rastro de prendas de vestir, cajas destartaladas,
latas de conservas y adheridos a algunas maderas del pequeño
navio, envoltorios de golosinas con otras que flotaban junto
a estos como estrellas de nylon sobre el tapiz de un agua en
calma. El lanchón militar no encontró otra cosa...
Yuldo, Gontier y Cindo de doce años los tres. Su herman¬
dad aún pareciera titilar en la penumbra de la isla como una
luciérnaga extranjera en la noche de ventisca autumnal.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
75
PLAZA SITIADA AL 1400
¿Arte, panfleto o propaganda? conozco un vampiro neo-
nazi alérgico a los glóbulos hebreos, un banco de cedro sin su
arbolada plaza y sin su fuente oval de deseos sin monedas; una
isla con palmeras sin cocos, prominentes precipicios pero sin
noticia alguna de su océano que la circunvale y de un mapa que
al menos nos acerque hasta ella. Una sonata sin violín ni piano,
ni intérprete, ni partitura... un acuario sin peces tropicales, sin
piedritas de fondo, sin plantas acuáticas y sin una gota de agua;
una revolución sin líder de izquierda, derecha o anar¬
quista conservador;
un monociclo sin rueda ni asiento; un murciélago sordo
sin alas y efectivamente un jazmín sin flores, gajos, raíz y tierra
donde afincarse.
Conozco un poeta sin pluma y sin su musa, un país y una
escuela sin bandera, sin edificios, casas, parques, plazas, esta¬
dios, cementerios... ni leyes; un enfermo terminal enteramente
sano y hasta una boca, aunque bien sellada, con muchas caries
y sin ninguna muela. Una jarra de vidrio sin su asa ni su jugo
de arándanos con cubos de hielo, una vaina sin espada, sin
mano que la blanda y, la mano, sin su soldado. Un collar de
perro sin el perro y sin cadena; un vendedor ambulante sin
mercancías ni tienda, un oculista y dos cirujanos ciegos en co¬
matoso estado; un diplomático mudo y desahuciado, e incluso
hasta un estómago bien vacío pero bien revuelto.
Conozco finalmente un espectro que se desplaza vivo con
sus carnes, visceras uñas y huesos, que en la penumbra deam¬
bula perfectamente despierto pero, de hecho
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
77
por más que sé de un sol oscuro que no alumbró nunca
a esta plaza por entero sitiada en ninguna parte, jamás de los
jamases he podido atisbar siquiera el verme un instante para¬
do en ella, descorazonado
y
sin
ti.
78
| W. Darío Amaral |
EL HACEDOR DE CHARCOS
Cuando niño vi a un hacedor de charcos en cabizbaja po¬
sición, aunque de pie se insolaba al resplandor del mediodía.
La voz de mi madre llamándome para almorzar me distrajo un
instante de la escena; cuando volví a mirar el hacedor ya había
desaparecido sin dejar rastros sobre el médano, seguramente
debió haberse evaporado bajo los rayos del sol o ahogado en
un mar de arena abrasadora. Entendería, tiempo después, que
ello era asaz improbable.
Reapareció, desde luego, aquella misma madrugada pa¬
rapetado como un grillo tras una pila de libros infantiles en mi
mesa de luz. Recuerdo que en aquella instancia se asemejaba
más a un verdadero hacedor de charcos, de esos que se escu¬
rren silenciosos por la cortina descorrida de la ventana abierta
de tu alcoba y, ni bien te escrutan dormido, brincan asustados
pero decididos hasta tu pecho y, ya posados, se hunden en él a
través de tus prendas de dormir tibias y desde entonces nada
hará que lo aparte de aquel sitio ideal que de ahora en más
será su residencia.
Con el trajín de los años el hacedor de charcos ha de
madurar a la par de su huésped, e incluso más; llegado el caso
aquella será sin duda una excelente instancia para no rehuir
por entero a sus señales y consejos que, con suerte, han de
salvaguardarles a ambos en épocas de insondable adversidad.
En estas épocas de mancomunada trascendencia, son no¬
torios los bien logrados achaques de creatividad del hacedor
de charcos que tanto suelen asemejarlo a los de Dalí, Goya o
Picazo; por lo que podrá sorprendérsele(s) dotando de for-
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
79
mas múltiples a cuanto charco de agua límpida o turbia se le
atraviese(n) a su paso.
Para la culminación de los días, cuando la fidelidad y
benignidad del hacedor de charcos haya quedado más que es¬
tablecida, digamos al punto que ya no logres discernirlo ni
separarlo de tu ser, ante el umbral de tu muerte se llevará a
cabo indefectiblemente un espléndido aunque esperable por¬
tento: pudiéndose marchar, huyendo a otra nueva residencia
en la cual recomenzar como en una reencarnación, el hacedor
de charcos te hará saber, con un apenas perceptible tum—tum,
tum—tum que cada vez se tornará más arrítmico pero menos
intenso, acerca de su irrevocable decisión de desaparecer junto
contigo...
Cuando niño yo vi a un hacedor de charcos en cabizbaja
posición...
| W. Darío Amaral |
A LOS DETRACTORES DE TODA NEOPOÉTICA
Antes las palabras significaban alguna cosa...
Juan Goytisolo, La Chanca
A los detractores de toda nueva poética, (novedosa, hi¬
larante o punzante tan sólo por aquí, laudase Don Nicanor
Parra antes de tumbarse con noventa y dos años sobre la tela
en cuadrillé de su hamaca paraguaya en Las Cruces).
A los que prejuzgan a sus hacedores de atrapasueños y
pinchanubes, a los que subestiman, con pruebas o sin ellas, sus
facultades y carencias.
A los que evitan escrutar la profundidad de sus pupilas
dilatadas, la persiguen como sombra y apresuran ponzoñarla
por la espalda sin concederle una mínima tregua, (que el man¬
zano no cedió frutas rojas y dulces en sólo dos días).
A los que la alaban si la reconocen y premian, pero boi¬
cotean si la suerte no la alcanza o si los rayos del sol aún no
dan con ella y asimismo la acaban sepultando convida.
A los que motejan a sus poetas primero de lúmpenes,
cagatintas, chapuceros, fabricantes de cecinas y demás sinóni¬
mos esquivos y equívocos.
A los que no han sido invocados por el anárquico “voto
que el alma pronuncia” y que, desde el humano sustantivo-
adjetivo, cada uno de ellos reconocerá y admitirá: “sabremos
cumplir”...
A ellos declaro, en este manifiesto de la “sin razón” com¬
puesto en las antípodas de la razón, toda la paz de un atarde¬
cer salitroso; una constelación de lluviosos astros veraniegos;
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
81
un jardín en flor surcado por coliflores y mariposas que un
viento sur empuja bajo un puente de arco iris; un blasón de
tregua en plena guerra por sobre los cascos acribillados y su¬
cios de sangre.
A los detractores de toda nueva poética, (que si no me
han ofendido por acompañarme en su lectura hasta este tra¬
mo), soy lo que soy también por ustedes.
82
| W. Darío Amaral |
EN SHIKOKU, LA HOJARASCA LIVIANA
la tarda noria remueve desde el flanco del río algunas
hojas secas del alto pinar
a su sombra el labrador pone en reposo su brazo diestro
y con él a su mellado azadón
hunde la reluciente cabeza en la corriente y es abordado
por una imagen sin tiempo
en el espejo del río discierne las dos sombras que avanzan
entre el sorgo rojo y virgen
el pequeño y su padre pisan las piedras de un sendero que
cercena un rosedal en flor
abordan una escalinata que termina en una puerta corre¬
diza con dragones grabados
ya en el recinto un ídolo tallado es cruzado por una estela
de humo de incienso rojo
al pie del ídolo sobre un soporte envuelto en ceda la daga
de oriente sueña en su vaina desnudan sus pies reverencian al
ídolo arrodillados y tras la meditación la lección
tu abuelo fue un gran labrador
horadaba la tierra con ahínco
y su cosecha era la mejor
marchaba al amanecer
retornaba al crepúsculo
y cuanta poesía albergaba ese simple acto
no escaseaba el alimento
y eran gloriosos días de sol
para tus tías y para mí
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
83
pero un día sopló
la hojarasca liviana
en la isla
y el cielo ennegreció de súbito
entre la arboleda
que hay entre el sembrado
y el hogar
abordado fue
por un demonio ofendido y envidioso
ante tanta beldad e integridad
se apoderó
de su esencia
de su ser
lo perdimos como nieve al sol
la luz de sus ojos se opacó
y sucumbió en la bruma
al horror
recayó en el vicio
y las deudas
arrasaron con su cosecha
con el mismo campo
y con nosotros
la vergüenza y deshonra
alimentaron nuestros cuerpos
pero mancillaron
nuestras almas
a mi nombre y al de mis hermanas
le nacieron púas que punzaban
y desgarraban nuestro
ser
ahora el padre
aligerado tras el relato
se apresta a instruir a su hijo
84
| W. Darío Amaral |
en el arte
el delicado arte
de ahuyentar
de abatir
de exorcizar
aquella impía casta
de demonios
para el anochecer
el pequeño se incorpora
le aquejan las rodillas
y el resto del cuerpo
se apresta a dejar
a su exhausto padre
su mentor
su maestro
sumido en honda meditación
se coloca su sandalias
y se encamina a la cocina
donde su madre
limpia un pescado
desanda el tramo hecho con su progenitor
dos mariposas sobrevuelan su cabeza
al percatarse detiene su paso
intenta atrapar una
la única que es blanca
como nieve
alguna vez en el templo
le dijeron que su espíritu
era del color de algunas
mariposas
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
85
al parecer era cierto
porque de estar ya junto a su madre
confiere sin rodeos
la lección
“madre Lin
padre Shun
ha vuelto a aleccionarme
y ha sido hoy
muy ilustrativo
tras una plática
sobre oscuros demonios
me ha instruido
en el difícil arte
de combatirles
su valor es tan desmedido
que ante mis asombrados ojos
no dio espacio
a la deshonra
oponiéndose a la ofensa del demonio sable
sin tolerar más afrentas
venidas de su filo
su colérico vientre desnudo
ha sabido confrontarlo
como ninguno
y en su ventaja
ha desangrado al desdichado sable
hasta engullirlo por entero
hasta su empuñadura
he sido testigo además
de otro fantástico prodigio
cuando venía hacia aquí
las mariposas del bosque
comienzan a congregarse
| W. Darío Amaral |
en nuestros rosales
para celebrarlo”
la gloria sea con aquel que
subestimando al horror
igual le tiende una mano
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
87
SUPERSTICIONES DEL NUEVO POETA
MALD(H)ITO Y UN SILOGISMO POSTUMO
QUE NO HACÍA FALTA
A
El nuevo poeta compone con la mayor dignidad asequi¬
ble con y para él mismo. Empero no obvia la prerrogativa
de componer, parapetado desde el campanario de la Capilla
Maciel, para todo congénere que se lo implore a voces o por
fax, vestido de Cyrano de Bergerac o, en su loable defecto, de
Athos, Porthos o Aramis.
B
El nuevo poeta sueña despierto y duerme, imperativa¬
mente, dormido; con o sin ingesta de Zaleplon en ayunas.
C
El nuevo poeta, tal cual sostuvo Bolaño, emprende por la
senda del “sentido común”, por ella y en el seguimiento de la
migración masiva de cangrejos rojos en Nochebuena.
D
El nuevo poeta se ducha con arena tibia extraída de las
Dunas del Polonio durante cualquier equinoccio de primave¬
ra, se seca con las flores rojas de ceibo nacional y aroma su
joroba y mocasines con alcanfor importado en carabela.
E
El nuevo poeta es partidario a ultranza de una modestia
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
89
encomiable, siempre y cuando, (y concediendo lugar a cierta
indócil utopía), la fotografía de su medalla del Premio Cervan¬
tes de Literatura Castellana dispuesta sobre una manipostería
de fino cristal labrado logre reflejarse en las azulinas aguas
de su jacuzzi sin encender y esta sea trending topic en Twitter
durante diecisiete segundos, al menos.
F
El nuevo poeta recurre, haciendo para sí en un acto de
grandilocuencia, a sentencias categóricas: “¡Eureka!...”; “Ser
o no ser es la cuestión...”; “Ladran Sancho, señal que cabalga¬
mos...” “¡Qué indómito océano señorea el mundo!...” “Dios
creó el alimento, el Diablo los cocineros”...”Lo esencial es
invisible a los ojos”...
Y descollando, con la envergadura de un Everest, la so¬
lemne “¡Chanfle! ¡Que no panda el cúnico!”
Silogismo final:
Toda mariposa es culpable.
Algunos poetas son mariposas.
Algunos poetas son culpables.
90
| W. Darío Amaral |
MONÓLOGO DEL EMIR
¡Ay, de los vencidos!
Breno
Tal como me juzgan, aprecian, (y menosprecian), yo me¬
recí ser, entre tantos justos aspirantes y menos bellacos, aquel
implacable contendiente que el bélico, el portentoso Alejan¬
dro de Macedonia jamás confrontó. A cambio, cual charada
perpetrada por la mano de una deidad perniciosa, los inescru¬
tables evos del ensueño apenas me ceden contemplar a per¬
turbadora distancia la felonía gris de cien mil cimitarras que,
ante la nada filial, aguardan el llamado de la sangre que bulle
por aflorar y humedecer la planicie sedienta por el sol. Ambos
dos: mi aplazado nacimiento y mi tardío trono han ultrajado
mi estirpe de sobremanera. Me han desprovisto con bajeza ex¬
trema de cualquier merecida gloria y me han reducido, (a mí
y a mi prole), a asemejarme a la más grandilocuente mofa de
Alá al cual no abdicaré imprecar desde mis negros intestinos.
Hoy, en la cúspide del desértico reino, únicamente me va
restando el ardoroso consuelo de llegar a darme muerte en
la oblicua luna de un labrado espejo por habérseme vedado
siquiera ser la preciosa enfermedad que extinguiera de un úni¬
co estoque tanto esplendor congregado en único mortal. No
obstante ello, desearía una pedido más: desearía, al igual que
el pérfido espejismo del Sahara, desvanecerme sin más des¬
contento sobre la abrasiva arena hasta nunca jamás ver, no sin
antes saber, ¿ por qué me vence el tiempo y no la daga?
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
91
MARÍA CLARA Y SU MODESTO
PARQUE DE DIVERSIONES
La pequeña, la traviesa María Clara no se la pasa nada
mal en sus ratos incólumes.
Ha descubierto, bien sin proponérselo, o con toda la
premeditación del verano, un novedoso y curioso Parque de
Diversiones: Yo mismo.
Con sus dos añitos de antigüedad se las ha arreglado
para ver en mí, para hacer de mí, un popurrí de instrumentos
de módico servicio lúdico.
Y así, aunque debieran dudarlo, una noche de enero en
que nada distrajo ni retuvo su interés glotón, arribó hasta
quien suscribe y, sin otro ticket que el de mi paternidad, dio
por inaugurado e ingresó al sistema de juegos del que, por
momentos, soy funesto sustantivo.
De esta forma la terrible liliputiense, (liliputiense en lo
que un pitufo infante lo es para otro pitufo adulto), tomó im¬
pulso y, hallándome reclinado en mi sillón de acostumbrada
lectura, en un soberano acto que poseía todos los visos de un
(a)salto, la chiquilla diose elevación hasta mi pecho. A conti¬
nuación hizo de mi pecho, estómago, piernas y pies un tibio y
arropado tobogán. En un segundo intento, más instintivo, co¬
gió mis manos y suspendiéndose con sus asentaderas en ellas,
las transformó en un huesudo columpio a su medida; hasta
hoy las cuerdas de mis brazos están sentidas de tanto balan¬
ceo. Ya tumbado, tanto en la cama, sofá o sobre la arena de
la playa, esta niña hija de Rasputín, (recuerden que aún no he
renunciado a su tutela), se encarama a mis nalgas, espaldas o
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
93
cabeza para dar inicio frenético a una danza, (o doma), deri¬
vada plausiblemente de la tarantela, pues, finalizada la misma,
una de dos: yo acabo domado hasta la laxitud, o lo que no es
lo mismo, como la tarántula aplastada de la que proviene la
espantosa coreografía italiana.
Una última salvedad antes de cerrar mis desvencijadas
puertas: todo y cada uno de los daños colaterales padecidos
sobre las instalaciones de este Parque de Diversiones, junto
con algunos otros omitidos, se supeditan ,(merman e incluso
se evaporan), a la dádiva de su única concurrente que, a final
de cuentas, es también su fundadora.
Horario: todos los días, tardes y noches; durante tormen¬
tas, rachas de viento y algún que otro sismo pasajero...se au¬
toriza el acceso con refrescos, frutas y golosinas.
94
| W. Darío Amaral |
(*) CARONTE/ HADES
1
ondulaciones viperinas que el palo-remo sonsaca al río
psicopompo de urdida barba senil y moribundas órbitas
que encamina el madero de su proa a la rivera Estigia
cundida de cráneos panacea a la óctuple vacuidad
que aguijonean el alma del sórdido Dios Caronte
2
a su alma obscena no la atosiga la entraña de la noche
que palpita nefanda y austera ni los ecos de súplicas gaz¬
nápiras
arrancadas de gargantas iridiscentes por las infinitas es¬
tocadas
multitudes de sollozos entrecortados por tentáculos fu¬
ribundos
multitudes desgarradas e irreconocibles entre viscosida¬
des del cénit
3
no longer, nicht mehr, pas plus, nie, artik, inte langre, non
piú,
6oJibLU He. no more, jo me shume, noBene, no más,
zádná,
'FU, Dj 0| o 1- , vise, dim mwy, hou, nihil, noBeke, no más,
nao mais, Ínter mer, wala nang, He 6¡J"lbLue, no más
4
un graznido estentóreo trastoca su desgaire de saurio
diaconal
y desvía su cráneo sin pulpa y sus cavernosos ojos al abismo
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
95
en la altura humeante del Seol irrigado por nubes de go¬
tas carmesí
hendidas por la iracunda levitación de centenares de gár¬
golas
que recelan del hierático anciano y combustionan en un
atrezo vaho
5
oleadas de almas joviales y decrépitas se arremolinan
como larvas
abarrotan la bahía y atisban mudas con su óbolo en las
fauces
a que Caronte acorte la orilla de Dis desde donde no
existe viraje
y desde donde la luz a través de los evos será la de una
rojiza flama
en donde sólo a los sombríos visos del suplicio les atañe
imperar
6
los magullados brazos y las curtidas facciones abrumadas
por la rispidez intransigente de los evos dilatados en un
orbe
mayúsculo se crisparán todos al unísono la hora que sin
aviso
descienda la sombra de lo que alguna vez hubo de ser un
mortal
para concebir hacer pie en la greda pútrida de aquella
orilla
para sin más conferir al remero del bote que hasta él se
avecina:
¡hey barquero! ¡ya no vendrán más! ¡soy el último con¬
denado!
y el anciano Caronte derrame su llanto entre risas y car¬
cajadas...
96
| W. Darío Amaral |
Sí /NO
Sí mi pequeña niña: este autor no ha sido lo que se dice
un padre dechado, ni tampoco un filántropo o bienhechor a
imitar; probablemente, antes que verme saltar al vacío desde
el trapecio sin red en el que me trepaba al momento coyun-
tural de esgrimir alguna idea salvable, te hubieras entendido
de hostias con cualquier otro huérfano antes que conmigo...
No madre: no me apabulló nunca el pretendido porvenir,
ni el nuestro ni el de la entera humanidad que desde su génesis
erige hecatombes sobre hecatombes en pro de su propia ruina;
y sin pretenderlo viniste a parir una laya de engendro no a un
bebé cabezón, un malnacido ahorcado con su propio cordón
umbilical al principio y ya de adulto sorteando todo grosor de
dañinas sogas...
Sí padre: si bien supiste mostrarme el ancho paisaje del
odio, la desesperanza y el oprobio que maltrecho te condujo
una eternidad de noches al mármol del mostrador de una, de
todas las cantinas y bares del mundo... para bien propio y de
los demás, siquiera una vez descubriste, aquel angosto sende¬
ro flotante que podía habernos librado de tu aura de miseria,
de hediondo y dantesco espantapájaros impregnado de aguar¬
diente, no haber conocido prematuramente aquellas virtudes
purificadoras de fuego y sus llamas sanadoras...
Sí amor mío: te amé ante todo, mismo por sobre el as¬
tro rey que doró mis contados días en el palmar junto a las
aguas claras de una aguada que tenía por costumbre devolver
la imagen de tu angelado rostro a las altas nubes del cielo y
en la que enjuagábamos las plantas de nuestros pies desnudos
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
97
luego de haberlos embadurnados con cieno de tanto caminar
tomados de la mano...el brillo de tus cabellos castaños, tus
senos tibios, tus muslos aromados y gruesos al igual que tus
labios. Me abandoné a un imposible, al ardoroso e indiscuti¬
ble deseo de tu desdén y de tus sobras...
No altísimo señor, hacedor, (para bien o mal), de todas
las cosas: escribiendo, o sin escribir, prefiero equivocarme
siempre a mi cuenta a tener razón por consigna... y hoy he
hablado en exceso.
98
| W. Darío Amaral |
SIN EVIDENCIAS
El intangible peso de las horas que aletean como alevillas
me dicta en el afiebrado cráneo de que he abierto la factibili¬
dad al error, al horror y a la esperanza al unísono.
No dispongo de momento de evidencias contundentes ni
menos irrefutables para nadie;
tan sólo la viabilidad del tablero llano bañado por la te¬
nue luz de un candil,
de sus grafías inmortales que acaso emponzoñan los de¬
dos de mis manos temblorosas
que merodean sobre una planicie tendida como un puen¬
te entre dos orbes opuestos
que sólo se arriesgan a cruzar los herejes o aquellos que
con las caedizas palabras nombran tantas cosas que ignoran
que se les nombra, y otras no tanto...
Maldigo la hora de su arribo, del centelleante ojo de vi¬
drio del vejete anticuario que,
de hacer un trasto mi vulnerabilidad y desazón, culminó
por helarme la nuca y cederme la Quija al igual que un ambi¬
guo souvenir.
¿Por qué dudar ahora de sus señales labradas si no des¬
creo de la imagen oval de un espejo?
Sepan que creo en la muerte, pero no en los muertos; así
como en el estruendo
del árbol que se precipita y deshace contra el suelo, pero
sólo si hay en su cercanía quien le escuche...
Lo cierto es que aquella a quien amé una vez decidió
marcharse, se dejó caer y arrastrar por la ventisca como una
hoja seca en pleno otoño...
—Amor mío, mi corazón... este sitio es, contrario a lo
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
99
que suponía, frío como un glaciar, gélido al punto de helar¬
me la sangre que todavía me resta, me cala hasta los mismos
huesos y me atosiga y emponzoña el alma con malignos pen¬
samientos. Yazco todo el tiempo de pie envuelta en una bruma
continua sin discernir más que sombras que me cruzan a paso
de sonámbulos exhalando alaridos y dirigiendo toda clase de
improperios a un dios al que responsabilizan de su desgracia
pero del cual yo no hago más que descreer. Porque, amor mío,
mi corazón, de considerarlo apenas por un instante digamos
¿qué clase de padre, dador de vida, es capaz de crear, criar e
instruir un cristiano al cabo de cincuenta años para desampa¬
rarla en este arquetipo de orbe infernal?...
Me angustia su estado tanto como el mío...Así como no
hay un vientre disponible para que yo naciese de nuevo, como
un ser reconvertido, tampoco ha de haber espacio ni tiempo
que den cabida apenas a un haz de nimia luz diurna que con¬
siga despejar un poco la bruma congregada de este lado y en
esta barroca habitación circundando al concéntrico tablero.
Cercenada la mundana lógica fáctica en esta noche de
verano secular en la que brotan y rebrotan amorosas frases
colmadas de luminosos adjetivos canjeados sobre este talis¬
mán, nuestras almas de tórtolos impíos albergan ergo desig¬
nios profanos, tan negros como la ausencia de evidencias que
no me confesarán jamás si esto es realidad o infame sueño, si
respiro desde el anverso o reverso del cosmos, si cavilo entre
los esbirros del cielo o ardo vivo perdido entre el oleaje del
rojizo océano de la desolación
donde el vocablo “alivio”, amiguitos míos, no puede ser
más que un ultraje baladí...
100
| W. Darío Amaral |
CALLEJÓN SIN SALIDA
Duermevela perseguidor de rayos de luna nueva, ahora
que has arribado en circunvalación hasta este páramo cargan¬
do tus usados trastos de bien intencionada trova no da lo mis¬
mo saludarte: bienvenido o malvenido seas.
De última deja que te advierta acerca de otra gran certeza:
nuestro callejón, aquel inmejorable recodo mundanal en
el que se congregaban la gracia y la dicha lisonjera ni bien
bajaba el sol, se estrecha ahora en contundente manifestación,
descarado, como un patíbulo del que empero se desconoce
cualquier tentativa de evasiva. Posiblemente acabaremos sin
más ensoñación que aquella que concede la memoria, aunque,
como el resto, nos transmutaremos en una suerte de pesadilla
en otro de sus adoquines, de sus faroles altos y macetones
desbordados de fritillarias policromáticas.
Toma pues mi consejo como si fuese una copa de tibia
miel y ten empero a bien valer la luz de esta pretérita exégesis:
“hasta el más sórdido horror guarda su encanto”; deja vu tras
deja vu harás un alto pues hay un antes y un después palpitan¬
do en tu médula:
dilucidar “el sentido” preciso que nace primero y luego,
a sus pies, la letra que lo eleva en vocablo. Mi bien caro poeta,
cofrade de aventuras, algunas de ellas sórdidas o truncas pero
bien necesarias para tu prolífico erial, tu rúbrica ha de ser
mañana también tu epitafio, a semejante destino encaminas
tus sienes...
De pequeño cobijé un galgo al que llamé Apollinaire que
se arrellanaba a mi vera
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
101
cuando me atiborraba de Lezama Lima, lo desapareció
una tarde la perrera del municipio; en ocasiones cotejo mi hu¬
manidad con la de aquel huesudo y desventurado ser y creo
que ambos deberíamos recobrar nuestra libertad, transgredir
nuestro insondable karma por paradójico y absurdo que ello
pueda resultar en este claroscuro callejón sin salida. De hecho
y como en un memorial a aquellos buenos años de jovialidad
poética, por más que no he supuesto, o presupuesto, más que
un injusto y vil destino para Apollinaire, cada vez que me aco¬
modo a la vista de los transeúntes que en el presente se allegan
con su libracos universitarios bajo el brazo, fumando pipas o
bebiendo de latas de gaseosas o cervezas, otros silbando una
melodía de marineros o besando con desenfado a su consorte
del mismo sexo, no falta uno que la indiscreción empuje:
—¿Puedo saber qué estás leyendo?
—Pues al maestro, a Lezama.
—¿En plena soledad?
—En plena apariencia —contesto, sin que consigan des¬
cubrir al fantasma de la esquelética silueta recostado a mis
pies que apartaron los hombres simples de mí por poco tiem¬
po y que fue mi amigo por aquel callejón del recuerdo, un
callejón sin salida que, aunque sé que me engaña descarada¬
mente como a un párvulo de teta, me consuela cada atardecer
ofreciéndome la salida que yo decida escoger.
102
| W. Darío Amaral |
ESCRITO CON TINTA ROJA
SOBRE ESPUMA BLANCA
Habilitan el páramo y penetran con ropaje de ansias;
poco tardan en arrellanarse y autoasignarse una humeante
taza de café. Afuera asóla la escarcha y despeña el aguanieve
sobre las puntiagudas copas de los pinos y sauces que sollozan
porque, hasta donde sé, son los únicos que pueden y saben so¬
llozar de verdad: los únicos, los únicos, los únicos, los únicos,
los únicos, los únicos, los únicos, los únicos, los únicos,
los únicos que saben hacerlo si fuesen simples hombres,
aunque distan de parecerse a uno. De todas maneras, aquí
adentro se han pautado las cosas en una modalidad distinta,
se han esmerado en recomponerme, alisado mis greñas,
disimulado la demacrada cara,
purgado las extremidades ceñido de etiqueta, han limado
también mis uñas y aromado de un mortuorio almizcle que
empalaga las narinas de todos.
Es temprano aún hasta para las moscas, aunque han de¬
bido espantar a dos abejas
que se juzgaron idóneas a sobrevolarme en esta pomposa
futilidad de mortal, a mí
y al parterre de coronas que me circunda como si fuese
un santo, un mártir o un pastor.
Los primeros en aglomerarse fueron los viejos, todos los que
conocí y algunos otros: viejos amigos, viejos amores, viejos cole¬
gas, viejos editores, viejos enemigos, viejos recaudadores, viejos
proxenetas, viejos caballeros, viejos de viejos... mas no ha arriba¬
do mi hija, ni mi esposa, ni mi madre, ni siquiera mi perro.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
103
Pienso que el hecho de que, en mi cotidiana existencia,
siempre me haya sentido desencajado como un pez fuera de su
agua pueda acaso tener algo que ver con su ausencia y, si pu¬
diese, diría que me conforta tal circunstancia, porque entonces
significa de que, hasta donde les fue asequible, supieron de mí,
me conocieron.
Los imagino en este instante hundiendo las plantas de
sus pies (y aquellas cuatro patas) en la empapada arena de la
ribera marina de nuestro balneario, de nuestros primeros y
posteriores años y de mis últimos pasos por esta esquina.
Yo podría seguir tras esas mismas huellas y podría inclu¬
so alcanzarlas, salpicarme el alma vana con la salina espuma
blanca en su acompañamiento y volver a reconocerme en cada
letra que con inconfundible tinta roja, como la sangre, forjé
a la vera de un médano un día y que, pese a todo, ahora a la
orilla de este mar me sirve apenas de nada.
104
| W. Darío Amaral |
EXEQUIAS EXECRABLES
Ojalá no hubiera nacido vivo; el no estar aquí coyuntu-
ralmente alberga ya en sí mismo
la prerrogativa del recelo que como en un agujero negro
no vemos pero sabemos
que existe y se desplaza trasladándose en el espacio de
alguna u otra manera desbordado de vida.
Ojala no hubiera nacido así, convencido de tanta futili¬
dad o resignado a sus múltiples variantes; alistarse para vivir
cada día es codearse también con la muerte en el viro de una
esquina.
Degustar un expreso humeante, inescrutablemente agri¬
dulce, mentiroso y ponzoñoso;
una redundante medida de ajenjo o quizá una minúscula
gota de cicuta servido en la más módica cafetería sin que te
perturbe con quién ni para qué compartirlo.
Ojala no hubiera nacido aquí y ahora, el hado griego de
la pluma o la lira no se rigió nunca por sesgadas perspectivas
de mortales sin casta ni rango, tampoco por espadas, melladas,
ni trovadores desgarrados en su laconismo, en su desgarbo.
Ojala no hubiera nacido vivo; bienaventurado aquel que
no se reconoce exánime
o que ha vuelto añicos su propio espejo por evaluarlo fútil.
Cuánta veracidad alberga cada grano de arena animado
dentro de un reloj
o las gotas de agua despeñada de una clepsidra...
Padre nuestro que estas en los cielos ojala,
ojala yo hubiera nacido muerto.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
105
FLOR NACIDA EN LA PENUMBRA
DE UNA CELDA
Hoy anduvo la muerte buscando
entre mis libros alguna cosa...
Hoy por la tarde anduvo, entre papeles, averiguando
cómo be sido, cómo ha sido mi vida,
cuánto tiempo perdí, cómo escribía cuando había ver¬
duleros que venían de las quintas, cuando tenía dos novias,
un lindo jopo,
dos pares de zapatos, cuando no había televisión, ese
mundo a los pies, violento, imbécil, abrumador,
esa novela canallesca escrita por un loco...
Alfredo Zitarrosa
Y ahora paro donde la sombra insana y la maciza roca
apuntalan el legado de nuestras penurias; aquí, donde tende¬
mos a bien sofocar el sollozo nocturnal que desahucia cual¬
quier atisbo de humanidad clandestina venida del exterior de
los barrotes y el alambre de púas oxidado hace años, ese que
los llamados “transeúntes libres de cargo” no logran enfocar
en su apuro cotidiano.
Paro y desfallezco como las horas, días o semanas, (no
tengo cómo develarlo), que me restan por cumplir o incum¬
plir; congelado pero vivo, sin superior existencia y suerte que
la que me depara la apestosa rata que cada noche resurge
empapada de un desagüe para treparme por la espalda, el
pecho o la cabeza y cerciorarse si el hálito al menos no me
ha abandonado por completo; no vaya a ser que se le pase
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
107
tamaño festín, a ella o a mí, en la supuesta ocasión que me
toque atraparla ensimismada en su antropófago ardid noc¬
turno.
Paro aquí, factiblemente sin alcanzar parar en ninguna
otra parte peor y asimismo albergo el agravado pálpito de que
debiera solazarme en la intimidad vacua de este hueco enreja¬
do a cambio de una mazmorra más execrable aún.
Paro, lo hago desde mi primer “febrero amargo” sosega¬
do por los mamporros, las descargas eléctricas, los roedores
encolerizados en los recipientes bajo nuestros culos apretados
a muerte...paro en esta celda a cambio de no claudicar mi
resistencia digna , mi sedición ideológica, intelectual, letrada,
civil...”anticomisarial”, “antipauperización”, “antiexilio” fí¬
sico o mental, “antifraticida”, “antidialéctica”, “antitotalita-
rista”...
Paro aquí y ahora a fin de cuentas también porque la
nomenclatura seguida por mis artículos se sustenta en un voto
que el alma pronuncia a sabiendas de que no soy el único
revoltoso y de que, a pesar de semejante desolación, no po¬
demos marchar solos en esta nueva cruzada libertaria; de he¬
cho no me parezco en nada a aquella “rama muerta” presta a
cortarse e incinerarse que es el hombre solo por voluntad al
que refiere Octavio Paz en su “Laberinto”, ni mucho menos
a la isla autosuficiente, desligada del resto de la humanidad a
sabiendas que tan sólo por él doblarían las campanas...
Paro aquí y ahora amiguitos hasta equipararme a la dócil
florecilla blanca que, día tras día, y como una ironía de Dios,
insiste en reverdecer en la entraña misma de esta celda oscura.
108
| W. Darío Amaral |
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
El sueño de la razón produce monstruos.
Goya
Tal lo manifestado por el aindiado mancebo, este se reser¬
vó desde un principio el derecho de certidumbre amparándose
ante todo en su paupérrimo estado de sanidad física y mental
que, por ser además vuestro servidor quien le viese convida en
sus postrimerías, por lo mismo, esta eventualidad me faculta
y transfiere al unísono el grandilocuente beneficio de cuánta
duda sea capaz de abarcar vuestro severo dictamen...
Antes de asomar de entre las entrañas pútridas de la res
que llevaba allí tendida varias auroras, Gabriel ensayó una
contenida arcada que lo condujo a devolver sobre sus rodillas
parte de la pulpa de los inusuales frutos rojos ingeridos furti¬
vamente más temprano. La animada masa de larvas que des¬
componían por dentro al animal en torno a su ser enteramente
encogido también había ayudado.
Perdida la noción del tiempo que había permanecido su¬
mergido en la nauseabunda negrura de aquel astado, recorda¬
ba con estremecimiento cómo su instinto le había retenido allí
a todo costa y en silencio ni bien extinto el último estampido
de las armas que acabaron por abatir a unos cuarenta o más
de los más aguerridos hombres y secuestrado a los restantes
trescientos, entre mujeres y niños, integrantes de su tribu.
A través de una minúscula perforación de punta de flecha
flanqueando el cuero de la res, la que probablemente provoca¬
se el deceso de aquel animal que ocupó como si fuese un pará-
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
109
sito, Gabriel había atestiguado, de alguna manera medrosa e
indigna a su ascendencia, la erradicación de la indómita casta
charrúa de los nacientes suelos del estado oriental.
Algunos de los más eminentes hombres, (tal el caso de
“Venado”, “Polidoro” o “Juan Pedro”), que en tanto bebían
cándidamente de sus vasijas bufoneaban acerca de la ma¬
lograda fermentación de la chicha con la que los “amigos
orientales” les habían agasajado en respuesta a aquella súbita
convocatoria del gobierno de Don Frutos en la ribera del Sal-
sipuedes, ninguno de ellos, por lo mismo, reparó en el llamado
que la naturaleza surtía en su bajo vientre ni en su sigiloso es-
currimiento hasta el único montículo alejado apreciable en el
llano: un robusto toro muerto que, despanzurrado por algún
puma o cimarrón, apestaba tanto como las heces evacuadas.
Apenas arrojados los pastos verdes y blandos con los que
se hubo limpiado el culo bajo las nubes y apenas sonsacado
de la íntima apacibilidad devenida tras sus deposiciones que
humeaban al igual que la boca del revólver del General Ri¬
vera tras el primer estampido descargado sobre el pecho de
“Venado”; instintivamente Gabriel zambulló su ser entero en
aquel mar de entrañas frías al cual le debería después su su¬
pervivencia.
Estrechó la distancia que lo apartaba del arroyo y, cuan¬
to le permitió su voluntad, enjuagó la inmundicia de su cuerpo
que empero mantenía impregnado el hedor a carroña. En su
cabeza aún resonaban, como ecos de una cueva, el estampido
de los disparos ultimando a su pueblo desarmado, sin asomo
de una migaja de la manifiesta clemencia oriental. ¿Clemen¬
cia? ¿Qué clemencia puede demandar la cobardía de un indio
que abandona a sus hermanos a la inescrupulosidad de aque¬
llos que “Vaimaca” se equivocó en llamar “amigos”? Confun¬
dido con las entrañas descompuestas de aquella res por un
momento sintió que debía volver a hundirse en ellas y perecer
no
| W. Darío Amaral |
allí, no como un charrúa, sino como otro gusano al que nadie
echaría de menos. Cavilaba acerca de la entraña oriental has¬
ta concluir que también era su entraña y la entraña del toro
muerto, cuando un nuevo estampido de súbito se hizo carne
desgarrada y sangre aflorando en su costado. Luego sobrevino
el desvanecimiento...
Epístola fechada a julio de 1831, del vecino oriental Ju¬
lián de Gregorio Espinosa a Fructuoso Rivera:
“Mi muy amado Fructuoso, sigo con mis males
y aunque aliviado, es muy lenta mi mejoría: por otra
parte es que han empezado a atacarme los disgustos.
Aquel indiecito Gabriel que tu le mandaste a Cande¬
laria, cuando yo iba para Itaquí, después de tres meses
de enfermedad en la cual ha sido asistido sin reserva de
ningún gasto, falleció consumido el día 24 a las 11 de la
mañana: una pena ha sido para Candelaria esta pérdi¬
da, que ha mirado como una desgracia, por el amor de
que él se había hecho digno, como porque desde su [en]
fermedad estamos notando la falta de su buen servicio,
pues él era el que corría con todo.”
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
111
ARTE POÉTICA
Doblegar en sanguíneo pulso la página llana, derramar
sobre su nieve la entraña en abecedarias líneas de significados
y significantes para proseguir siendo y no claudicar,
con la vernácula esencia abismada por las ánimas sórdi¬
das que sobrevuelan el limbo interior de nuestro espíritu cris¬
pado; atizando con júbilo o pavor los vellos de la nuca
y encogiéndonos de hombros para no claudicar la vena
con tal de seguir siendo sangre y verbo. La altiva pronuncia¬
ción del espíritu que rehuye acallar las luminosas suertes,
enfilando su pie ligero por sobre arenas movedizas bajo
un poniente de tormenta cercenado por destellos que dan tie¬
rra donde el arco iris nace o perece.
Métrica pétrea de aguas turbias que desborda los silen¬
cios ancestrales, que la luna autumnal desde la altura recae en
contemplar y entremezclarse con una olímpica ambrosía; no
descubriremos otro prodigio distinto al que, despojado inme¬
recidamente de la rosa y el laurel, descubriese una mañana de
julio también acaso aquel noble Cyrano de Bergerac tras su
último combate proclamando desde el suelo hacia los altos
esbirros: “y aunque falto de tiempo no desenfundé jamás mi
belicoso florete, inmaculado quedará asimismo mi orgullo de
poeta; sólo he atesorado una cosa y una cosa me he de llevar:
una pluma con la que acaso ilustré en palabras una flor...”
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
113
SI CON MIS OJOS VIERAS
Si con mis ojos vieras los abrasados gajos de las viejas
higueras precipitarse con su manto cerrado por hojas y que¬
jumbrosos nidos de ruiseñores a las tan gélidas y pútridas ver¬
tientes que bajan del monte carbonizado tras el bombardeo
enemigo acarreando la parva de despojos de animales y hu¬
manos.
Si con mis ojos vieras el centenar de lápidas y panteones
revueltos, resquebrajados, vueltos polvo entre las cenizas de
un desierto agrietado que otrora fuese el lecho de un océano
cuyas olas se elevaban como valles surcados por siluetas de
cetáceos y sobrevolado por imperiales albatros que ya no vol¬
veremos a avistar desde ningún faro ni risco soleado.
Si con mis ojos vieras por sobre las destejadas viviendas,
todas desvencijadas, todas deshumanizadas en pie de puro mi¬
lagro, que han devenido al final en guaridas de lobos, ratas,
escorpiones y toda clase de alimaña sin nombre pero con ape¬
llidos más repulsivos y peligrosos que los mismos neonazis.
Si con mis ojos vieras los anómalos eclipses lunares y la
lluvia de estrellas verdosas a cada anochecer en que resulta
más conveniente mantenerse convida en el claustro del sóta¬
no, semejante a un Aleph, en alguna latitud indiferente entre la
oscuridad que reina como el mismo Lucifer fastidiado a varios
metros desde su Seol.
Si con mis ojos vieras la inferencia de los que antaño
fueron mortales, ordinarios hombres de familia que distraían
su días en el deleite sencillo de sus ocupaciones habituales, sus
romances y paseos vespertinos...y no en la degradación de su
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
115
humanidad...la depravación que los conduce hoy a devorar o
infectar los cuerpos de sus esposas e hijos transmutándolos en
bestias carroñeras exentas de alguna piedad.
Si con mis ojos vieras el desbarajuste de juguetes espar¬
cidos, silenciosos, aquietados y sucios, sin siquiera uno de sus
respectivos dueños cerca que acaso consiguiese devolverles
durante un tiempo breve apenas un atisbo de su graciosa ani¬
mosidad.
Si con mis ojos vieras y me vieras sosteniendo aún este
aciago hálito, esta subvención del caos, esta gélida desolación,
no vacilarías, siquiera un instante, en compadecerme
tanto más por mi escabrosa ventura, como por el escar¬
nio de mi libertino encierro,
la desdicha de mi cuerpo y alma corrupta, la desazón de
otro nuevo amanecer.
Si con mis ojos vieras, me verías primero, antes que a
toda esta infamia, desprovisto de mi verdadera humanidad,
descorazonado, deshumanizado de mí y ansiando convertir
todo cuanto se me aproxima y rodea en la misma nada.
Verías también el arrellanado esplendor de este octavo
círculo que nos circunvala en lo que más se parece a una pe¬
sadilla naciendo y renaciendo, una, otra y otra vez, cada día,
en la luna de un espejo que ya ha dejado de devolver cualquier
posible reflejo.
116
| W. Darío Amaral |
MANTIS RELIGIOSA
Me dado cuenta de que nací de una mantis religiosa; to¬
dos en realidad emergimos al mundo de una, sólo que rara vez
nos percatamos de ello. Convivimos en una sociedad abarro¬
tada de mantis religiosas, pero no nos conviene reconocerlo
ante la amenaza de generar un caos absurdo mayor. Una man¬
tis religiosa nos gobierna, en tanto que otras nos persuaden de
la existencia inmaterial de una mantis religiosa superior como
una deidad a la cual no debemos defraudar para no acabar
devorados por ella en un santiamén. Si sabemos convivir ar¬
mónicamente aceptando ese orden de mantis preestablecido
la recompensa será en cambio maravillosa: proseguir vivos
durante la eternidad que a la mantis religiosa suprema le lleve
devorarnos por completo.
EL ESTAMPIDO DE LA ENTRAÑA ORIENTAL
117
ÍNDICE
Prólogo | 11
Acerca de rampas, escalones y otras escalerillas hasta el cielo | 13
La voluntad de las ojivas de sangre | 17
El que aguarda un tren en un andén a medianoche | 19
El jardín de la ciudad mudable | 25
Aquí (sobre) vivió otro Reinaldo Arenas | 27
Lumpen oriental | 35
El ojo al final del pozo | 39
El perol de las lenguas becerras | 45
Jhonny Melgarejo y el viejo carcelero | 51
Avant-premlere: Dios a flor de agua | 57
Una lectura de Héctor Baptísta | 61
Los gatos huérfanos o una temporada de fe | 65
Podría ser yo, por encima alguna deidad, pero (imperativamente) eres tú | 69
Lo que se dice casi un acto poético | 71
Plaza sitiada al 1400 | 77
El hacedor de charcos | 79
A los detractores de toda "neopoétlca" | 81
En Shikoku, la hojarasca liviana | 83
Supersticiones del nuevo poeta mald(h)ito y un silogismo postumo que no hacía falta | 89
Monólogo del Emir | 91
María Clara y su modesto parque de diversiones | 93
(*) Caronte/ Hades | 95
Sí/No | 97
Sin evidencias | 99
Callejón sin salida | 101
Escrito con tinta roja sobre espuma blanca | 103
Exequias execrables | 105
Flor nacida en la penumbra de una celda | 107
El estampido de la entraña oriental | 109
Arte poética | 113
Si con mis ojos vieras | 115
Mantls religiosa | 117
COLECCIÓN EXCÉNTRICOS
Todos los cuentos
Felipe Polleri
Escritor indolente
Carlos Liscano
Como si luera poco
Roberto Appratto
Algunos cuentos, algunas canciones
Darío Iglesias
Bifrost
Marcelo Damonte
Menú de guerra
Julio Cesar Gulanze
Cierzo
Laura Chalar
Cuando eso acecha
Andrea Arismendi Miraballes
Género Oriental
Fantasía. Terror. Noir, Ciencia ficción. Cosas raras.
AA.W.
"El neouruguayo será por sobre todas las cosas, un lumpen
trasterrado sí, embestido de un desamparo tan indómito como la
noche que lo doblegará hasta diluirlo en el reflejo imperturbable de
un exótico mar egeo. Y allí, en el azogue de la ribera, sin pampero, sin
cruceras que se mordisqueen su propia cola, sin octavas ni lanza de
tacuara a la que aferrase, ha de fenecer tan leve como un adagio, sin
que nada, nadie y ninguno le rememore quien pudo haber llegado a
ser en otras lejanas latitudes y calzando un par de zapatos de otra
talla y suela. A fin de cuentas, cada individuo es, tras un acicate de
gracia, también un himno destruido."